Sobre la Libertad (I): Reconocimiento

Para hablar de Libertad conviene empezar por el principio.

Tras singularísimas concepción y gestación, el nacimiento de un ser humano es un acontecimiento único y radicalmente nuevo, tanto en el mundo de lo viviente como en el Universo de lo existente. Su dimensión es descomunal y trascendental. Es descomunal en tanto «se sale» de lo común universal y en tanto, mucho más que mero acúmulo, es síntesis y concreción única de información universal acumulada. Es trascendental en tanto sus radicales novedad y unicidad no son «suyas», pues solo pueden ser verdaderamente apreciadas por las personas con quienes convive y, en ese sentido, es a ellas a quienes «pertenecen» y pueden enriquecer (si se lo permiten) aquellas radicales cualidades.

Procelosos océanos de tiempo han sido necesarios para la aparición de la especie humana y de cada uno de sus miembros. Los científicos nos dicen, con sus aleatorios números, que muy probablemente el Universo capataz no haya sido «capaz» de hacer nada mejor en los casi 14.000 millones de años que atraviesan su existencia.

Imagen de la Vía Láctea -camino de leche- (derivación latina del griego «Kyklós galaktikós»= «círculo de leche»). En ella se contienen en torno a doscientos mil millones de estrellas.
Imagen de la Vía Láctea -camino de leche- (derivación latina del griego «Kyklós galaktikós»= «círculo de leche»). En ella se contienen en torno a doscientos mil millones de estrellas.

 

Una persona es un centro único que, preñado de Universo, este a sí mismo se ha dado como para poder mirarse y comprenderse sin reparos. Los ojos de su cara (de su Psique animal) mirarán y podrán ver lo que otras muchas personas podrían o pueden ver también. Los ojos de su espíritu (de su ser espiritual), sin embargo, mirarán y comprenderán (y serán tentados a amar) según un exclusivo lenguaje «súper-poliédrico» originado por una profusamente enredada combinación de particularidades físiológicas, mentales, morales, culturales, sentimentales y vitales espiritualmente registradas desde su concepción hasta su fallecimiento. Particularidades que, entreveradas de voluntad singular, se suman a aquella síntesis universal ya de por sí particularmente «in-formada». La singularidad de una persona enriquece el mundo y ayuda a comprenderlo. En este sentido, todos somos análogamente relevantes y extrañamente imprescindibles. Cada persona es merecedora de respeto por la específica dignidad que le proporciona haber nacido. La alentadora frase «¡Alegráos, os ha nacido un niño!» es aplicable a cualquiera de nosotros y todos deberíamos sentirnos por ella concernidos y comprometidos.

La singularidad vital de cada persona, su mayor tesoro, es también su cárcel, su extrañamiento, su asfixia y su más poderosa invitación al miedo y a la soberbia. Aun acompañada ingénitamente de su propio «sí-mismo» aparente, nadie puede autoafirmarse y sacarse del vacío pozo de enajenador aislamiento en que se encuentra, como hizo el ficticio barón de Münchhausen y como creyó poder hacer el metódico Descartes, padre del pensamiento moderno y de todos sus egotistas fracasos. Lo que esa desesperada persona necesita para poder ser y creerse ella misma (para existir como lo que es) ha de ser, sencilla y justamente, otra persona que la reconozca: necesita un semejante respetuoso; necesita un donante de «amor-ser». La ciega evolución natural acertó cuando nos proporcionó, desde nuestra misma concepción, la compañía de la Madre: primero nos lleva en su seno, después en sus brazos y, en todo momento, en su corazón y en su mente; su caro espíritu acaricia sutil y femeninamente.

 

Pedro Pablo Rubens: “El nacimiento de la Vía Láctea” (1636-38).
Pedro Pablo Rubens: “El nacimiento de la Vía Láctea” (1636-38).

Después del alumbramiento, la comunidad humana que acoge en su seno al nuevo miembro procede, con todo acierto, a su nombramiento. Le asigna voluntariamente un Nombre Propio; nadie duda de tal merecimiento. El nombramiento es una dación; los vivientes «re-conocen» al tiempo que «con-ceden» un espacio exclusivo al nacido: reconocen y admiten una nueva personalidad, su original distinción. Del Nombre se sirven para identificarla sin discriminación. El Nombre Propio es (debería ser) el abrazo acogedor y certero con el que la comunidad presente recibe la aparición del nuevo ser humano viviente; pero él no es, aún, consciente. ¿Qué ha hecho, hasta ese momento, voluntariamente, el pequeño? Nada; reaccionar al abrazo de sus padres con una certera respuesta instintiva: «tú me abrazas y yo te abrazo». ¿Qué tiene, qué sabe, qué pretende, qué envidia, qué ambiciona esa criatura? Nada. Pero aprecia el alimento salido del Amor y del pecho de su madre y, con sencilla e inconsciente humildad, acepta y se recrea en ser lo que es; su ser subsiste. Su llanto es como una llamada, una llamada que invoca Amor y generosidad de otra persona para que afirme su ser y su vida; una persona para adverar y conservar su singular autenticidad. Solo por pedir, entre lágrimas y sin saberlo, esa clase de ayuda, ese niño ya es más sabio que muchos de sus adultos. Está muy bien «in-formado» y es consecuente con su formación interior. Completamente sincero e impotente, se limita a pedir toda la ayuda del pequeño mundo a su alcance para afirmarse y poder seguir siendo consecuente. Es, precisa y justamente, su «amor propio» el que necesita el Amor de otros: necesita «amor no-propio» (amor ajeno pero próximo; amor de prójimo).

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¿Por qué todo el anterior prolegómeno? Porque el respetuoso reconocimiento mutuo, voluntario y consciente entre personas adultas, afirmando sus respectivas y singulares esencias personales (ellas mismas como verdades) y admitiendo su interdependencia existencial, origina la recíproca verdad, única y firme, en que la Libertad puede apoyarse para iniciar su andadura sin hundirse en la primera impostura.

La Libertad, como situación y como proceso de actuación colectiva (la Libertad política), solo puede acontecer y desplegarse en el ámbito interpersonal. La Libertad política (a diferencia de la supersticiosa y oscura libertad individual) exige, por tanto, la presencia de, al menos, dos personas. Este «bi-nomio» «YO-TÚ» (dos partes distintas con ser -o Nombre- propio; dos personas) no es baladí; se dará siempre en el terreno de la Libertad: en una reunión de 1.000 personas, el discurso de una de ellas genera 999 binomios «YO-TÚ»; al número total de personas hay que restarle el tautológico «YO-YO» que es extraño al campo de la libertad y se pierde, como el yoyó, en el círculo vicioso de dar vueltas sobre «sí-mismo». El «YO-TÚ» es una fértil resonancia (todavía no armónica), el «YO-YO» es una estéril redundancia. En el idioma inglés, una persona es «one person», pero dos personas ya son «people» (ya son «personas»; ya son «pueblo»). Y, verdaderamente, dos personas conforman el menor «cuerpo político» posible; un átomo político (pequeño, débil y con grado mínimo de Libertad -y máximo riesgo de que la relación interpersonal se trastorne en «inter-dominical*»-).

Antes de que dos personas puedan ser libres han de salir de la asfixiante redundancia «YO-YO» de cada uno como meros «individuos humanos» -podríamos decir que como animales antropomórficos-. Tienen que «re-conocerse», voluntariamente, como personas. Cada una solo se «re-conocerá» mediante el conocimiento de la otra. El sólido umbral de la Libertad comienza a sentirse, por tanto, en un «TÚ» que, sacando a la otra persona de su aislamiento, sencillamente reconoce: «TÚ eres» [como yo] persona («Tú eres de verdad»). Si la superficie visible de la Psique de cada una de ellas se compara con una máscara a través de la cual «suena» su ser integral (espiritual) encontraremos un nuevo sentido metafórico al origen etimológico de la palabra persona: máscara «per sonare». Una máscara a través de la que «re-suena» el interior por medio de la palabra expresa (o el gesto explícito); si la palabra es sincera resonará, si no lo es sonará sin resonar, como un sonajero. En ese reconocimiento mutuo, las personas, literalmente, «se per-sonan» entre sí (cada una es «re-sonancia» de la otra). El «YO-TÚ» asimétrico se convierte en un «YO-TÚ-TÚ-YO» simétrico y armónico: se convierte en un «NOSOTROS» (una novedad que se añade a la novedad de cada uno). Ese «Nosotros» es el umbral verídico de la Libertad. ¿Por qué esto es y ha de ser así? Preguntémosle a la nueva criatura que estaba llorando hace tres párrafos.

El reconocimiento mutuo, en tanto «contradistinción» consciente de lo sustancialmente igual pero desigual «esencialmente» es el único punto en que la palabra «igual» es pertinente a la Libertad política, pero no como igualación, sino como «ecualización» mutua de lo distinto (ajuste interpersonal de cada persona según sus respectivos originales). Esa «ecualización» (palabra de raíz latina pero traída al español desde el idioma inglés y que se refiere al ajuste de un sonido a su propio original) nunca puede ser el fin de la Libertad porque es su preámbulo, su presupuesto, su postulado. Si bien el ejercicio de la Libertad, en lugar de discriminar a las personas, las refuerza, armoniza y perfecciona como integrantes imprescindibles de la Comunidad que vive en Libertad.

 


(*). La R.A.E. define la palabra «dominical», en su cuarta acepción, como: “perteneciente o relativo al derecho de dominio sobre las cosas”.

Nota: con algunas modificaciones respecto del original, este artículo fue publicado en la primera época del Diariorc, en octubre de 2011.

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