El reciente asombro del juez Leopoldo Puente, quien en un auto judicial se pregunta cómo es posible que José Luis Ábalos conserve aún su escaño, es un ejemplo perfecto del desconcierto moral de quienes creen vivir en una democracia. Su sorpresa, más que jurídica, es infantil. No comprende que en España no hay representación política, y que por tanto resulta tan natural como inevitable que el diputado no responda ante nadie.
El juez se indigna porque desconoce el motivo de su indignación. Nadie se indigna porque el fuego queme. Cree que un escándalo político debería tener consecuencias políticas. Pero España tiene un Estado de partidos donde la voluntad de los gobernados carece de capacidad de control sobre la clase política y el diputado no representa al elector, sino al aparato que lo designa.
Ábalos conserva su escaño porque no es un representante, sino un delegado de la oligarquía partidista. En el sistema proporcional de listas, no se eligen personas, sino que se ratifican siglas. Y las siglas son el rostro visible del Estado de partidos, esa forma degenerada en la que el poder se reparte entre facciones organizadas y blindadas.
Por eso la pregunta del juez («¿cómo puede seguir en su escaño?») carece de sentido. El diputado no se debe a su conciencia ni a sus electores, sino al partido que le confiere su existencia parlamentaria. Si conserva el favor de la cúpula, repetirá, si no es así, pasará al grupo mixto hasta desaparecer de la lista en la siguiente votación. Así funciona la partitocracia: lo que se presenta como representación es, en realidad, integración del partido en el Estado.
La corrupción personal, en este contexto, no es un accidente; es el síntoma natural de la corrupción institucional. En un régimen de poder donde no hay separación de poderes, donde el parlamento no fiscaliza al Ejecutivo sino que lo sostiene, donde la Justicia no es independiente sino subordinada al Consejo nombrado por los mismos partidos, toda indignación moral resulta ingenua. No hay causa personal donde el mal es estructural.
El estupor del juez Puente revela, pues, no una lucidez crítica, sino la ceguera propia del súbdito ilustrado que, creyéndose ciudadano, descubre que su voto no elige a nadie. Su asombro sería legítimo en una democracia representativa, donde el diputado tuviera mandato y responsabilidad ante los electores. Pero en la España del consenso el gobernado, reducido a masa electoral, no posee más poder que el de ratificar periódicamente a sus dueños.
Mientras los jueces, los periodistas y los propios políticos no comprendan esta verdad elemental —que no hay representación—, seguirán confundiendo los efectos con las causas, la moral con la estructura, y el escándalo con la esencia del régimen. El problema no es Ábalos. El problema es el sistema que hace posible y lógico que Ábalos siga donde está.
Hasta que el pueblo español conquiste la libertad política —esa que garantiza la separación de poderes y la elección directa de los representantes—, todo estupor será inútil, toda indignación será impotente, y toda sorpresa será la prueba más visible de la ignorancia política general.
