La reciente huelga del pasado 15 de octubre, convocada por los sindicatos oficiales y respaldada por el Gobierno, es un acontecimiento digno de estudio para quien desee comprender la naturaleza del régimen político español. No se trató de una huelga —en sentido político o social—, sino de un ritual de obediencia estatal, una coreografía de moral impuesta desde arriba que, paradójicamente, se disfrazó de protesta popular.
En los regímenes donde el Estado lo abarca todo —ya sea bajo la cruz del nacionalcatolicismo o bajo la bandera de los derechos humanos—, las manifestaciones dejan de ser expresión de la sociedad para convertirse en representaciones teatrales del poder. Franco llenaba las plazas con «manifestaciones espontáneas» en adhesión al régimen; hoy el Estado de partidos convoca paros simbólicos por causas internacionales, igualmente bendecidas desde el poder.
El mecanismo es idéntico: el Estado se manifiesta a sí mismo. En tiempos del franquismo lo hacía con camisas azules y banderas rojigualdas; hoy lo hace con chalecos sindicales y pancartas con lemas progresistas. En ambos casos, se confunde deliberadamente la nación con el Estado, la adhesión con la conciencia, la obediencia con la solidaridad.
Una huelga, en su sentido originario, es un acto de resistencia frente al poder. Las huelgas se ganan o se pierden. Son una herramienta de la sociedad civil para defender sus intereses contra quien la domina. Pero cuando la huelga es convocada por los propios órganos del Estado —sindicatos subvencionados, partidos financiados por el erario, instituciones que dependen de la misma estructura que dicen desafiar—, deja de ser un acto político para convertirse en un ejercicio de propaganda. Es una farsa, un eco burocrático del espíritu revolucionario que pretende imitar.
El resultado ha sido elocuente: un seguimiento mínimo. No por indiferencia moral ante el sufrimiento palestino, sino por intuición política. El ciudadano común —aunque desarmado intelectualmente— percibe que algo no encaja cuando el poder le ordena protestar. Intuye que esa «rebeldía oficial» no es más que una representación, un acto administrativo de la conciencia. Y se abstiene.
Esta abstención silenciosa es más reveladora que cualquier consigna. Muestra que la sociedad española, aunque huérfana de instituciones representativas y sometida a la propaganda estatal, conserva todavía un resto de instinto de libertad, una sospecha visceral hacia los simulacros de espontaneidad que el poder fabrica.
El Estado de partidos, heredero estructural del franquismo, continúa monopolizando la moral y la política. Ya no proclama dogmas nacionalistas, sino causas globales; ya no exige adhesión al Caudillo, sino al consenso. Pero la lógica es la misma: un pueblo que no controla al poder, sino que obedece en nombre del bien.
La adhesión a una causa política, humanitaria o económica, cuando es auténtica, nace de la libertad. No puede ser decretada por el Gobierno ni gestionada por sindicatos convertidos en oficinas del Estado. Mientras los partidos y los sindicatos no vuelvan a la sociedad civil, de donde nunca debieron salir, toda huelga convocada desde arriba —por muy justa que se proclame su causa— será tan vacía como las procesiones políticas del franquismo.
La diferencia es que entonces se marchaba con miedo.
Hoy, simplemente y para esperanza de los amantes de la libertad, no se marcha. Solo falta que esa intuición de libertad dé un salto cualitativo y tampoco se vote.

Magnífica reflexión. Casi un siglo después del auge de los totalitarismos, del Estado total, la nueva fórmula y el triunfo del Estado, se da en las oligarquías de partidos.
Muy bien explicado. Estas cuestiones hay que hacerlas llegar a la sociedad civil, Porque hemos de ser plenamente conscientes de la situación que vivimos. Cuanto más claro tenga la sociedad civil estos conceptos menos tardaremos en hacer desaparecer al régimen del 78