El Consejo de Ministros ha aprobado —e inicia así su tramitación—, el proyecto de Ley Orgánica de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que durante largo tiempo se anunciaba que traería a nuestro sistema procesal penal un cambio inevitable: la entrega de la instrucción penal a los fiscales. Desde los tiempos de Alberto Ruiz-Gallardón, cuando la propuesta comenzó a sonar con insistencia en los despachos del Ministerio de Justicia, se ha repetido como una especie de mantra regenerador. Una promesa de modernización que, decían, nos acercaría a los estándares europeos.
Como en el cuento de Pedro y el Lobo, el Gobierno —y sus predecesores, de signo diverso, pero de idéntica lógica partidista— ha venido anunciando una reforma que nunca llegaba y que, en cada intento, encontraba justificación en la supuesta necesidad de «reforzar la eficacia» del proceso penal. Los ciudadanos, cansados de tanto anuncio, ya no creían que el lobo llegara. Pero esta vez, parece que sí ha entrado en el redil. Solo la debilidad parlamentaria del partido promotor lo puede impedir.
El problema no es tanto que el Ministerio Fiscal instruya las causas, sino que, en nuestro Estado de partidos, la fiscalía esté regida por el principio de subordinación y dependencia de un fiscal general del Estado elegido por el Ejecutivo. Su designación jerárquica por el Gobierno convierte esta reforma en algo más que un simple cambio procesal: es un desplazamiento del control judicial, de por sí sometido —y más aún cuanto más alto es el tribunal—, hacia el control político absoluto.
¿Qué ocurrirá cuando la dirección de la investigación penal —la fase más sensible del proceso— quede bajo su órbita? Que quien controla la instrucción, controlará la verdad procesal.
Nos dicen que esta reforma «moderniza» el proceso penal, que se «desjudicializa» para ganar agilidad. Pero no se trata de un debate técnico, sino de poder. El juez de instrucción —pese a todas sus limitaciones— supone cierto freno, un leve contrapeso incómodo, en tanto puede intentar resistir las presiones políticas o mediáticas. El fiscal, en cambio, es parte de una cadena jerárquica vertical que desemboca en el Gobierno.
La verdadera modernización no pasa por concentrar funciones en manos del poder ejecutivo, sino por asegurar la independencia de quienes deben controlar su ejercicio. La supuesta reforma es, en realidad, una consolidación más del modelo de justicia domesticada que caracteriza al Estado de partidos: una justicia funcional al poder, no al derecho.
Como en el cuento, los ciudadanos ya no prestan atención a las advertencias. Se les ha acostumbrado a oír hablar de reformas que prometen «eficiencia», «rapidez», «confianza institucional» … Palabras vacías que ocultan la rendición del principio de independencia judicial ante el de oportunidad política.
Pero esta vez, cuando el lobo aparezca, quizás sea demasiado tarde para gritar. En el cuento, Pedro aprende la lección cuando el lobo devora las ovejas. En nuestra realidad, el rebaño somos nosotros.
