Primavera en Almedina

Aunque este seco y desabrido invierno ha hecho a la tierra un poco tacaña con sus usuales ropajes que mueve el viento, entre Almedina y Montiel, por la ruta descubierta por mi buen amigo Eusebio, trazador de las trochas más inéditas y cautivadoras, juez de paz del lugar en que naciera el principal discípulo de Leonardo da Vinci, Fernando Yáñez de La Almedina, se pueden encontrar almendros en flor rosas, violetas, blancos y amarillos, y numerosas y humildes florecillas que te sonríen hermosas a los lados de caminos rojos y orientales. Los campos saludables y rientes de gramíneas nos saludan llenos de fragancias. Antes de llegar al enclave deshabitado de Torres admiramos gigantescas encinas que tras sus impenetrables ramas que llegan hasta el suelo oímos un universo de trinos polícromo y eutrapélico, diván otomano de alegría, placer, frescor, y pequeñitas odaliscas aladas que embriagan el corazón de Erik, el suizo, jubilado hoy y residente en España, tras haber trabajado cincuenta años en Zurich construyendo fagots y clarinetes para los más grandes músicos centroeuropeos. Tiene el sentido de la obligación exigente consigo mismo de un calvinista y la tolerancia ilimitada hacia los demás de un católico ortodoxo. Y los locos trinos, penetrando por sus caverniculadas orejas helvéticas, se metieron, dulces y armoniosos, en su inquieto corazón de Guillermo Tell en España.

    A medida que llegamos a las ruinas deshabitadas de Torres, excepto por los lagartos, debido a una oscura maldición blasfema, recordamos los textos que hablaban de un antiguo hospital de caballeros en aquel paraje, debido a la salubridad hipocrática de sus aguas y sus aires. Torres es un importante enclave arqueológico inmerso en la inmensa finca de El Toconar, entre Villanueva de Los Infantes y Montiel, inmensa propiedad de hermosísimos paisajes y memorables panorámicas en donde la Naturaleza se expresa en belleza y libertad y en donde uno de los encargados de la finca nos invita a almorzar en una magnífica alquería de purísimas líneas manchegas, y en donde en el antiguo establo que guardaba las mulas percibimos un mundo etnográfico que se protege con amor. Mientras almorzamos oímos la tonada monótona y melancólica de veinte perdices enjauladas como reclamos que como pequeñas esfinges nos miran escrutadoras bajo las capuchas o baldaquinos de sus jaulas dolosas. Fuera, la madriguera del tiempo sopla un viento frío.

    En Torres mi generoso amigo Eusebio me enseña con sincera pasión de todo un Karl Baedeker y curiosidad intelectual los vestigios de la iglesia parroquial de este pueblo inhabitado, cuya construcción puede fecharse entre la segunda mitad del siglo XIII y finales del XIV. Se ve aún perfectamente su planta basilical, con sus tres naves separadas por dos arquerías, cada una con tres arcos formeros sostenidos por pilares cuadrados de mampostería. La iglesia estaba dedicada a Nuestra Señora, representada con una esbelta imagen de talla gótica, con algunos ecos románicos, que aún todavía se conserva en la parroquia de Montiel, villa de regicidio que se anexionó la desventurada y olvidada villa de Torres. Anejo a lo que tuvo que ser una bonita iglesia, en su lado poniente, nos sorprende un pequeño recinto que sin duda sirvió, de acuerdo a los usos de la época, como cementerio de los “grandes” del lugar. En la fábrica de sus muros crecen la parietal y la diurética alsinia y el polipodio y el adianto y el esplenón, a franjas, con el reverso del color de la herrumbre, y la nudosa selenita menor y otras plantas que gustan de la vetustez de los muros y de las piedras, y el politrico y la verdosa oliveta, habitantes de las ruinas; de modo que muchas hermosas piedras de sillería están cubiertas y escondidas.

    Y hablando de cementerios, medio kilómetro antes de llegar a Torres, Eusebio nos enseñó en el alto de un cerro coronado por quejigos, dos hermosas tumbas excavadas en la roca, a las cuales se les arrancó sus ricos – sin duda – elementos decorativos y rico ajuar votivo. Sentimos que nos encontramos ante dos tumbas cristiano-hispano-visigodas. Aquellos primeros cristianos enterraban sus muertos con la cabeza al Oeste. Lástima que debido a saqueos y rebuscas antiguas sólo nos haya quedado el hueco de estos rústicos sarcófagos naturales, que posiblemente contuvieron los cadáveres de un matrimonio visigodo ( su huella nos anima a pensar en fuerte estatura y dolicocefalia acusada, que podemos relacionar con los asentamientos germánicos de la zona).

    Al lado de la citada Iglesia, de desoladas reliquias de robusta mampostería en donde aún la belleza del románico tardío nos emociona, nos encontramos cuatro silos subterráneos de época romana, los típicos “putei” de quienes hablan autores como Varrón y Columela, profundos hoyos perfectamente sellados en donde se guardaban los cereales bajo la protección del dios Conso – ¿pudo levantarse la vieja Iglesia sobre un aediculus ofrecido al dios de los cereales? -, libres del oxígeno que los pudiera hacer germinar y de los roedores. No podemos olvidar que nos movemos por caminos de fuerte presencia romana ( Ager Laminitanus, Nisdonium, Ad Turres, Olis, etc. ). Los putei me recuerdan, exactamente por su forma, otros que vi en la Inglaterra romana muy bien conservados gracias a la cuidadosa “anastylosis” de la arqueología británica.

    A doscientos metros de estos putei encontramos espectacular y armoniosa la llamada “Casa de Godoy”. Al lado de la misma se encuentra un gran estanque al que penetramos a través de una entrada neoclásica que en su siglo debió ser magnífica, y que de ella quedan dos jambas marmóreas y parte del arquitrabe o epistilo, a modo de dintel, con la fascia inferior adornada posiblemente con esferillas o perlas. En una de las jambas vemos aún en bajorrelieve la cabeza de una matrona con las crenchas lindamente levantadas sobre la amplia frente en torno a la cabeza, a modo de elegante Medusa. Y cerca ya del zaguán de la hermosa y armoniosa casa vemos junto a un pozo con umbráculo y con rumoroso brocal de fúlgido mármol un jardín cerrado por una arquería areóstila que bebe de un gracioso cauce el agua deleitosa que sale incesantemente del pozo. En sus límpidas linfas espejeaba ardientemente el purpúreo y florido hijo de la ninfa Liríope fuera de las tiernas hojas, y la roja menta acuática y, repartidos aquí y allá, floridos gladiolos. Más lejos, vemos una pérgola abovedada, cubierta de florido jazmín. La Casa de Godoy tiene dos plantas. La planta baja está compuesta por una muy amplia crujía, y dos grandes estancias, y la superior, a la que se accede por una escalera con una balaustrada de roble, encontramos cuatro habitaciones con chimenea. Dos habitaciones se abren a dos amplios balcones con tejadillo a modo de loggia italiana, y las demás tienen grandes ventanas. Nos despedimos de la hermosa mansión, custodiada por dos enormes lebreles, y nos fijamos en un escudo con dos flores de lis sobre campo azur colocado en uno de sus laterales. Quién sabe si esta hermosa y cómoda casa, de ortodoxas líneas rectas, fue testigo de los amores adulterinos entre Manuel Godoy, Duque de Alcudia y Príncipe de la Paz, y la desgraciada ninfómana Luisa de Parma.

    Seguimos la marcha hacia Montiel, en donde la protectora figura del garabato de su castillo, nos recuerda el asesinato del justiciero Rey Pedro el Cruel, y el inicio de la dinastía Trastámara. Montiel se prepara ilusionado para celebrar por trigésima octava vez el Aniversario de la muerte del Rey Pedro I de Castilla a manos de los partidarios de su hermano Enrique. Una amiga me regala un libro de Emilio Pacheco Sánchez con dos interesantes obras de teatro histórico: “Ni quito ni pongo rey” y “Las amantes del Rey Don Pedro”. El prólogo, inteligente y penetrante, es de José Mota. El sol se oculta, y volvemos al pueblo más mágico de Ciudad Real, Almedina. Los tres amigos nos despedimos.

Martín-Miguel Rubio Esteban

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