DISCURSO DEL ATENEO

Amigas y amigos de alma republicana. Tenemos las mismas amistades. Amigos de la verdad, rechazamos la mendacidad fundadora del Estado de Partidos. Amigos de la libertad, nos situamos en las antípodas de la servidumbre voluntaria. Amigos de la lealtad, no medramos con traiciones en un país de traidores. Amigos de la valentía, no conducimos nuestras vidas con temores a la autoridad. Y amigos de la inteligencia, despreciamos al pelotón de los torpes que gobierna con más horror de la lucidez que de la violencia.

Aquí no estamos conmemorando un fracaso ni golpeando las puertas de la libertad con aldabones de impotencia republicana. Simplemente, celebramos el banquete de los “primeurs” indicativos de que la República ha dejado de ser mera negación de la monarquía, como hasta ahora sucedía, para convertirse en la causa social de la verdad, la libertad, la lealtad, la valentía y la inteligencia.

No conmemoramos el fracaso de la II República, sino la causa de la libertad que no se hundió con ella. Las derrotas de las causas nobles atesoran los únicos valores que pueden fundar la concepción humanista del poder, mediante una teoría de la República, que identifique la materia humana de la política con la representación en el Estado de las dimensiones públicas de la sociedad civil, o sea, con la res publica, y que utilice la forma republicana del Estado para realizar la separación de poderes, o sea, la democracia política.

Así como no es digna la vida de sociedad sin autenticidad en las vidas personales de sus actores, tampoco son dignas de existencia las Repúblicas que no emergen del lazo integrador que mantiene unidas a las naciones. La II República advino como acontecimiento de masas carentes de ese lazo institucional, y se desintegró socialmente antes de que la reacción la aniquilara físicamente.

Pese a su fracaso institucional, la II República no debe ser tratada con la falta de respeto que merece, por ejemplo, la República de Weimar. La nuestra no entregó el Estado a los partidos. Y algún resorte de gran envergadura moral debieron de tener los republicanos españoles, cuando fueron los únicos europeos a los que el fascismo tuvo que vencer por las armas hasta su exterminio.

Los que no estuvieron a la altura de la circunstancia histórica de la República fueron los intelectuales. Pasó lo mismo en Weimar. Los mas famosos se pusieron al servicio de la República sin conocer las instituciones que esta forma de Estado requería para resolver el problema de la libertad política y mitigar la crudeza de los conflictos derivados de la lucha de clases. Ningún filósofo se percató de la diferencia de naturaleza entre el problema político de la libertad y el conflicto social de la igualdad.

Esta falta de perspicacia confundió la finalidad de la forma de Estado con la finalidad de la política, la misión de la República con la de gobernar. No fueron conscientes de que la materia republicana, lo político, condicionaba la política; de que la forma de Estado modificaba la naturaleza del Estado; de que la Republica no era posible sin libertad en las materias civiles de la res publica.

Los intelectuales de la monarquía cuando no son oportunistas o situacionistas son ilusos soñadores. Aun no se han percatado de que la Monarquía, pudiendo realizar la representación de la sociedad en el Parlamento, como en el Reino Unido, una vez perdida su mitología, que es el presupuesto mental del juancarlismo, no puede garantizar la coherencia del cuerpo social. La Monarquía española no es garantía de unidad nacional. Sin una revolución institucional en la forma del Estado no se diluirá la deslealtad de los nacionalismos periféricos que se desarrollan bajo el paraguas monárquico.

El problema específico de la República, su identificación revolucionaria con la libertad política, no lo resolvió la Revolución francesa, porque en su primera fase lo confundió, como en la Revolución gloriosa de Inglaterra, con la potestad de legislar, y en la segunda fase, con la igualdad social. Ese problema tampoco lo había resuelto la rebelión colonial de los EEUU porque confundió la libertad republicana con la independencia ante la monarquía inglesa. Y el problema republicano ni siquiera se planteó en la Revolución rusa.

Nuestra II República fracasó porque le faltó uno de los pilares de la libertad política, el de la separación de poderes. Fue un sistema representativo, pero no democrático. Por eso no pudo evitar la guerra civil. Y por eso los republicanos “in pectore” esperan hoy que la República llegue como fruto indirecto de la democracia. Grave error, pues la conquista de la libertad política, que no es un problema insoluble para la condición humana, constituye la finalidad de la República. La democracia, en cambio, garantiza la libertad conquistada por ella.

Para mostrar la diferencia entre el problema no ideológico de la libertad, que puede resolver la República, y los conflictos ideológicos de la igualdad, que han de afrontarse con medidas partidistas de gobierno, partiré del ejemplo utilizado por Bertrand de Jouvenel para ilustrar su errónea tesis de que el problema político es insoluble.

Los escolares sienten satisfacciones inefables cuando el maestro les explica la sencilla solución de un problema matemático que ellos no acertaban a encontrar. Y saben que ese problema está resuelto para siempre. Esos mismos niños salen al recreo, y se enfrentan en pandillas irreconciliables que expresan conflictos originados por la desigualdad. Y saben que esos conflictos se pueden suspender con medidas de la autoridad, pero no resolver.

Ante este claro ejemplo, debemos preguntarnos si la libertad es un problema no ideológico que se puede plantear y resolver como los de la ciencia, o si es un conflicto ideológico sin posibilidad de solución definitiva.

Entre historiadores y filósofos predomina la creencia de que el problema de la libertad es insoluble, porque no ven que en los fracasos históricos de la libertad siempre estuvo implicado algún conflicto de la igualdad. La humanidad nunca ha intentado el triunfo de la libertad, sin abordar a la vez la corrección de las desigualdades sociales producidas por la economía, la religión y la cultura. Y las ideologías de la igualdad no permitieron que las sociedades europeas resolvieran exclusivamente el problema de la libertad. Me he tomado el trabajo de repasar todos los fracasos históricos de la libertad, y en todos está presente algún conflicto de la igualdad.

Es cierto que hubo pureza liberal en las revoluciones protestantes, pero no era una pureza de libertad política sino de libertad religiosa. La revolución liberal no procuró la libertad de todos, sino la de la burguesía, para que aliada con la nobleza ilustrada venciera al absolutismo, y aliada luego con la aristocracia contuviera a la clase obrera. El sufragio universal no llegó como axioma de la libertad política, sino como conquista social de la clase obrera y del feminismo. No han existido acciones históricas por la pura libertad política. Las que pasan por tales fueron impulsadas por la causa nacionalista.

Cuando hablo de libertad política, y digo que no existe en esta Monarquía de Partidos, me refiero a la libertad colectiva, no a las libertades individuales. Y no es una mera opinión, sino un juicio que nadie puede rebatir. Pues sale del crisol objetivo de lo que se conoce a ciencia cierta. En España hay libertades personales atomizadas, no esa libertad política entera donde nadie puede ser libre sin la libertad de todos los demás.

Las libertades y derechos individuales no podían resolver el problema de la libertad política, porque la lucha de clases no solo impregnó de antagonismo social a la propia libertad, sino que no permitió su concepción independiente de la propiedad. Los propietarios temían la libertad política de la clase obrera, y los partidos obreros despreciaban las libertades formales. Resultado: ninguna categoría social quiso la libertad política tras la guerra mundial. Causa estupor la ignorancia política de los sabios que participaron en los “Rencontres” de Ginebra de 1947. Y la guerra fría justificó aquel fraude a la libertad.

Cuando la naturaleza liberó a los españoles de la dictadura, la clase dirigente solo aspiraba a homologarse, por razones de mercado, con las formas de Estado vigentes en Europa, creyendo en su ignorancia que expresaban la democracia. Sin conocer el origen de las instituciones europeas, los padrinos de la patria transformaron la dictadura en una oligarquía de partidos estatales. No hubo libertad constituyente, ni consulta sobre la forma de Estado y de Gobierno. Tenemos la partitocracia que nos impusieron. Todo lo que se dice es vulgar mentira.

Esta indignante situación dura ya treinta años, y no porque los españoles tengan menos dignidad sino por ser más indiferentes; no porque sean menos decorosos, sino por ser más oportunistas; no porque sean menos instruidos, sino por ser más ilusos; no porque sean menos seguros de sí mismos, sino por ser más dependientes de la autoridad; no porque sean menos orgullosos sino por ser más serviles; y no porque sean menos intuitivos sino por ser más incapaces de percibir las realidades morales.

Dos generaciones de la juventud, la de la vulgar movida y la de la egoísta quietud, se han perdido. Pero muchos elementos aislados que se habían ilusionado con la ruptura democrática de la Dictadura y con la novedad de mi Discurso republicano, han puesto su esperanza en una acción de la mejor parte de la sociedad civil, como decía Marsilio de Padua, en la parte más inteligente, como diría Locke, en el llamado tercio laocrático, para restaurar la conciencia española, rota en Estatutos neonacionales y negociaciones con ETA, y para instituir la democracia con la instauración de una nueva República Constitucional.

Hace un año prometí, en esta tribuna, que prepararía las bases culturales de esa República Constitucional, y promovería su instauración, para detener el proceso de desintegración de la conciencia española al que la Monarquía se ha adherido ya de forma irreversible. Pues la nueva República no podía simplemente advenir, como le sucedió a la II República, sino que habría de venir, traída por la acción vigorosa, en los sectores más dinámicos de la sociedad civil, de un nutrido cuadro de dirigentes, al margen de los partidos financiados por la Monarquía.

Y para que no fuera una operación oportunista, ese equipo tenía que ser seleccionado y orientado por una teoría de la República y una filosofía de la representación política que, desgraciadamente, no existían en la historia universal de las ideas políticas. Ningún conocedor de la historia de la idea republicana se extrañará de lo que afirmo. En la antigua Roma, donde nace y se desarrolla la República todos la definen no por lo que es, sino por las virtudes cívicas que la sostienen. Y esta concepción de la res publica, recogida por Maquiavelo en la famosa virtù de la década de Tito Livio, pasó a ser la virtud republicana del Terror revolucionario de Saint Just.

Pues bien, cumpliendo al menos la mitad de aquella descomunal y arriesgada promesa de mi vieja juventud, la que hice en esta misma tribuna hace un año, hoy tengo la enorme satisfacción de presentaros los cuatro frutos de la cosecha de primicias republicanas correspondientes a los tiempos modernos, unos sabrosos “primeurs” que pueden ya ser degustados en los banquetes intelectuales de la República de la libertad y la democracia .

Me refiero a la inesperada cosecha de cerebros republicanos en el MCRC, de la que ha sido una muestra el orador que me ha precedido, Oscar Martínez, a quien solo conocía por sus excelentes comentarios a mis artículos en Internet.

Es tan asombrosa como esperanzadora, la formidable eclosión de equipos dirigentes de este Movimiento de ciudadanos libres; la espontaneidad con la que se organizan, por toda España, cuadros de polemistas, panfletarios, dibujantes, humoristas, diseñadores, poetas, articulistas, organizadores, etc. Los miembros más activos del MCRC denotan tal seguridad en sus cualidades para la acción republicana que parecen los prototipos descritos por Ralph Waldo Emerson en su ensayo sobre la confianza en sí mismo.

Uno de estos equipos, coordinado desde la Universidad de Cambridge por el biólogo valenciano David Serquera, ha escrito un opúsculo sobre las síntesis adefésicas de esta Monarquía, que editará el propio MCRC a principios de otoño.

Otro valioso miembro, Alejandro Garrido ha emprendido la coedición de mi obra “Ateismo Estético, Arte del siglo XX”, con la principal editora mejicana de libros de arte. La primera presentación del libro se hará en la segunda quincena de junio, y la segunda en otoño.

Y tan pronto como termine el ciclo de mis discursos de abril, me reuniré con Manuel García Viñó, director de la Fiera Literaria, el escritor Arturo Seeber, el periodista D’Anton y otros expertos en revistas periódicas y ediciones de libros políticos, todos miembros de nuestro movimiento, para preparar la publicación de nuestra propia revista. Y me he limitado a citar los nombres de algunos de los que asisten a este acto.

Centenares de miembros del MCRC, de todas las ideologías, comentan en mi blog cada uno de mis artículos. Perciben la realidad como yo, pero no son papagayos de mi pensamiento, ni tienen párpados de hierro que les oculten las falacias de los argumentos o las falsedades de los hechos. Saben que cada generación debe escribir sus propios libros, pero no dejarán pasar la oportunidad de participar en una acción que ni siquiera se presenta una vez en la vida, y que es además la ocasión de enriquecer su léxico con el vocabulario de la verdad. Pues no hay revolución que no se manifieste en el lenguaje. Ya están componiendo un Diccionario que será editado cuando la acción comience. Estos son los rasgos culturales que más valoro en ellos:

A ellos dedico este discurso. Pues me llaman maestro y me honran porque la sabiduría y el honor son cosas antiguas que se veneran por no ser pasajeras. Alaban mi obra porque no es una trampa de adulación ni un pretexto para el culto de la personalidad. Y me encanta sobre todo que me amen porque el mundo oficial y los intelectos acomplejados o pedantes me detesten. La sociedad conspira por doquier contra la hombría y solo los dioses inmortales protegen a quien los mortales aborrecen. Si estos me hicieron hijo del diablo, he tenido que vivir ingenuamente de la sabiduría del diablo, y si profano sus credos y sus hogares, han de saber que ellos carecen de convicciones y que nadie puede ser intruso en el hogar de la libertad.

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