La corrupción moral no es solo un acto de deshonestidad; es una traición a los principios que sostienen la convivencia y la justicia en una sociedad. En este contexto, las recientes demandas interpuestas por el rey abdicado Juan Carlos I contra Miguel Ángel Revilla y Corinna Larsen, mientras históricamente se ha amparado en su inviolabilidad regia para defenderse de otras acusaciones, representan un caso emblemático de este fenómeno.
Esta conducta no solo revela una contradicción lógica —la de pretender ser parte activa de un proceso judicial cuando conviene y parte ausente cuando no— sino que evidencia algo aún más grave: una corrupción moral profunda, fruto de un sistema que ha renunciado a la virtud como principio del poder.
Entre todas las formas de poder corrompido, ninguna es más repugnante ni más nociva para la salud de una nación que aquella que, investida de una autoridad simbólica, se presenta como garante de la unidad mientras practica la hipocresía jurídica y la inmoralidad política. Cuando la monarquía tiene que defender su honor en los tribunales, es que ya lo ha perdido. Y con este, su propio fundamento.
Esta situación no solo erosiona la credibilidad de la monarquía, sino que también pone en evidencia una crisis más profunda: la desconexión entre los valores que deberían guiar a las instituciones y las acciones de quienes las representan. La corrupción moral no reside únicamente en actos ilícitos, sino en la falta de coherencia entre el discurso y la práctica.
La monarquía de partidos española, renacida del franquismo y que consolida la Transición hipotecando su futuro para siempre —esa farsa pactada entre franquistas reciclados y partidos estatales—, ha renunciado a la democracia hipotecando su futuro para siempre.
El problema no es Juan Carlos como persona. Es el régimen que ha hecho posible que su figura, rodeada de escándalos y mentiras, siga siendo tratada con deferencia y privilegio. Es la cultura de la irresponsabilidad heredada de la dictadura y maquillada con lenguaje pseudoconstitucional. Es la corrupción moral de un país que ha cambiado lealtad por servidumbre.
La inviolabilidad es un ejemplo del privilegio que contradice el principio de igualdad ante la ley. ¿Cómo puede una sociedad aspirar a la justicia si sus líderes no están sujetos a las mismas normas que los ciudadanos?

Magistral como siempre. Una nueva lección de libertad, Pedro Manuel. Gracias.
Magnífico artículo. Muchas gracias.
Con pocas y afiladas palabras describes una realidad que por profunda e irreal no comprenden los que deben y saben de conceptos que alijan la moral y la ética de sus deberes .Gracias Pedro