Reflexiones en torno a la Administración Pública (II)

Sindicatos en el empleo público y poder político

En la primera parte de este artículo reflexionaba sobre a quién sirve la Administración Pública, poniendo de manifiesto la falacia de servir a los intereses generales y la realidad de la subordinación al poder político de turno, incluso con actuaciones que rallan la ilegalidad, cuando no son realmente prevaricadoras o, al menos, indecentes. Pueden preguntar a cualquier funcionario que gestione contratación administrativa, que esté próximo a los gabinetes de altos cargos, a los que se ocupan de la tramitación de facturas o a los que controlan las subvenciones.

Corresponde ahora reflexionar parcialmente sobre las tomas de decisiones en las administraciones públicas en su funcionamiento interno y la relevancia sindical en las mismas.

Tomaré como referencia el funcionamiento de las empresas para compararlo con el de la Administración Pública. Por supuesto que una Administración Pública no es una empresa. De hecho, me parece odioso cuando los sindicatos se denominan «parte social» y a la Administración la tratan como «la empresa» o la «parte empresarial», por mucho que se amparen en el uso de la terminología del Estatuto de los Trabajadores —posiblemente esa tipología de relación jurídica jamás debiera haberse aplicado en las Administraciones Públicas, verdadera y primigenia «huida del derecho administrativo»—. Da la impresión de la típica carga de superioridad moral que ostentan los sufridos liberados sindicales, representantes de los explotados empleados públicos frente a la opresora patronal capitalista y neoliberal de la Administración de turno. Me queda el consuelo en lo más íntimo de mi ser de pensar que, si ellos son la parte social, hay funcionarios que son la parte general, pues si ellos defienden (presuntamente) a todos los funcionarios o empleados públicos, con la misma presunción la Administración Pública, al menos en su esfera media funcionarial, defiende el interés general.

En una empresa suele suceder que la toma de decisiones del empresario está orientada al fin de la empresa, que es ganar dinero y obtener beneficios. Y tienen personal (o bien lo asume el propio empresario) dedicado a la optimización y el asesoramiento en la toma de decisiones que redunden en el mismo. Las empresas, seamos honrados, no se crean para generar empleo o para crear riqueza o bienestar en la zona donde se asientan, sino para obtener un beneficio económico (algo muy legítimo y necesario, por supuesto); si indirectamente generan más empleo porque tienen más actividad que lo precisa, o apuestan por la responsabilidad social corporativa y financian deporte escolar, porque así se deducen en el Impuesto sobre Sociedades y mejoran la salud de los niños, pues mejor que mejor. Y los sindicatos tienen su papel de controlar la actividad empresarial y, por supuesto, entrará en clara contradicción muchas veces con las decisiones empresariales, especialmente cuando estas atenten contra los derechos legalmente establecidos de los trabajadores. Y subrayo aquí derechos legalmente reconocidos. No obstante, unos y otros tienen un límite: la propia supervivencia de la empresa. En ese barco están todos. Pero en una empresa hay dos partes: empresario y trabajadores. El empresario juega con su dinero (o el de sus accionistas) y con el futuro de su empresa. Una decisión acertada puede llevarlo a ser Amazon o Google. Un error puede convertirlo en Blockbuster o Galerías Preciados.

La Administración no funciona así. En ella hay tres partes y no necesariamente en permanente conflicto: la política, la administrativa (o técnico-funcionarial) y la sindical. Y aunque pudiera parecer que político y funcionario están alineados y el sindicato está en frente de ambos, en desigual lucha, la situación no es esa. La realidad es que el interés general, que debiera guiar ex lege a político y funcionario, troca en un alineamiento entre político y sindicato frente a técnico/funcionario. Y cuanto más próximo sea el gobierno al perfil ideológico del sindicato dominante y más interacciones ad extra de la Administración se produzcan, más subordinado quedará el funcionario al tándem político-sindical. Como decíamos en la primera parte del artículo, el político en la Administración sigue sirviendo al partido dentro de la misma.

Y no lo digo yo solo, basándome en experiencias propia o de terceros, sino que, por ejemplo, en el estudio «Diferencias salariales entre sector público y privado según tipo de contrato: evidencia para España», de Raúl Ramos, Esteban Sanromá e Hipólito Simón (que se puede consultar fácilmente en el enlace), se refleja en las conclusiones del mismo lo siguiente: «Finalmente, los menores niveles de desigualdad salarial observados en el sector público no se explican por las diferencias en características entre sus trabajadores y los del sector privado, sino que parecen atribuibles a las particularidades de sus mecanismos de determinación salarial».

¿Cuáles son esos particulares mecanismos de determinación salarial? Solo diré que la Administración Pública se nutre de impuestos, por lo cual tiene un margen discrecional, incluso llegado el caso arbitrario, para negociar las condiciones salariales de los empleados públicos. Es decir, el político no tiene la limitación real de mandar a la empresa al traste si decide subir salarios sin criterio alguno, sobre la premisa de que el Estado nunca quiebra y que no irá a la cárcel por Administración desleal, como le puede pasar a un empresario.

Y esa relación no se agota solo en la determinación salarial. Sólo hay que ver los regímenes de jornadas y permisos del personal, la laxitud en materia de responsabilidad disciplinaria o en la exigencia de resultados y objetivos; en la gestión de las horas sindicales y en los beneficios de los representantes sindicales, etc.

Se podría contraargumentar, en relación con los derechos y garantías sindicales, que la Administración solo cumple con lo establecido en las normas de aplicación, pero lo cierto es que no es así totalmente. Es cierto que hay Administraciones que conceden sobre el papel exclusivamente las horas mínimas recogidas en la Ley 9/1987, de 12 de junio, de Órganos de Representación, Determinación de las Condiciones de Trabajo y Participación del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas, pero ahí ya se esconde el primer reproche que se ha de hacer a las Administraciones Públicas, en sentido general. Se ha aprobado una ley exclusivamente para esa cuestión, donde se recogen con total ambigüedad la garantía de indemnidad en cuanto a derechos económicos o a la carrera profesional. Esto no es de suyo negativo, hasta que se confunden los derechos económicos con las indemnizaciones o los complementos variables y tenemos a liberados sindicales cobrando indemnización por no comer en su centro de trabajo, porque el resto de personal sí come en él y, como eso se considera una retribución en especie, pues se le ha de abonar. Y así con las horas sindicales de libre disposición donde una persona que trabaja a turnos, cuando le corresponde el día de la semana trabajar de noches, se las coge como horas sindicales y no aparece por el centro. Y nadie parece sonrojarse ni querer poner coto a tamaño desafuero.

Es evidente que el sindicalismo tiene más fuerza en las grandes empresas que en las atomizadas pequeñas y medianas y empresas y microempresas. La Administración Pública, como megapersona jurídica, no puede soslayar ni ser ajena a esa realidad, a excepción de aquellos supuestos donde el derecho de libertad sindical está limitado (caso de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado) o no existe (Fuerzas Armadas). Es decir, la fuerza sindical no debería ser un problema.

¿Dónde, pues, radica la cuestión? Nuevamente, en la clase política. El político con mando en la Administración no se preocupa por la adecuada gestión, ponderando los intereses generales con los de los funcionarios (trasladados estos intereses —presuntamente— por las organizaciones sindicales), sino en la gestión más pacífica frente a estas organizaciones.

Una noticia en prensa levanta más ampollas, y engrasa la maquinaria político-administrativa, más que una comparecencia de un ministro en las Cortes o de un consejero en la asamblea legislativa de una comunidad autónoma. ¿Por qué? La respuesta es sencilla: en un régimen como el que padecemos, sin representación de los ciudadanos en el poder legislativo, y subordinado éste al poder ejecutivo, es decir, sin control verdadero entre poderes, las puestas en escena en el Congreso de los Diputados, Senado o asamblea legislativa de la llamada «oposición» no son vistas por cualquier ciudadano inteligente más que como meras actuaciones de comparsas de tres al cuarto de un mal teatro amateur.

1 comentario en “Reflexiones en torno a la Administración Pública (II)”

  1. El «sindicalismo» en España no está para defender al trabajador, sino para conseguir el poder, que ni alcanzaron legítimamente, ni ostentan por real representacion. Hay varios instrumentos de confrontación: el desempleo, la formación o la salud laboral, que blanden y arguyen para justificar su delito.
    A la negociación colectiva se aportan varias propuestas: salario, condiciones, régimen disciplinario, clasificación profesional, prevención de riesgos, etc.; son las públicas y comunes, pero a la par y sin que se divulguen: locales, liberados, privilegios, cargos, etc. Éstas no son colectivas, pero la Empresa lo valora como «Gastos de personal» y repercute en la parte disponible para la Plantilla.

    Conozco casos de aprobados para promoción a liberados, exclusivamente liberados; también de dietas y estancias falsas; así mismo de ordenadores y móviles para las secciones sindicales; igualmente superar las facilidades estipuladas en la norma o reglamento interno de la Empresa.

    Eso no es sindicalismo, eso es una estafa. Por eso la acción sindical en las PYMES es inviable: no hay locales, no hay cesión de recursos, no hay liberados, no hay dietas ni cargos internos. Y el sacrificio o altruismo de luchar por el derecho de los demás, sin «recompensa» es muy ingrato y agotador.

    Las organizaciones con más «representatividad» son un regalo que se hizo en 1980 y luego en 1985 y 1994 a una secta progresista que exigía no sé qué derechos históricos indemostrables.

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