Dostoyevski

Quien de adolescente ha leído las Obras completas de Dostoyevski (yo las leí en la muy cuidada edición de 1953 de Aguilar, y traducidas por Rafael Cansinos Assens) tiene la experiencia, impresa para siempre en su alma, de una especie de optimismo triste, de «religión del sufrimiento», que se activará en los momentos más duros de su vida, y que le ayudará a sobrellevarlos como un género de deber moral y religioso.

La relación de Dostoyevski en sus novelas con el mundo es desde la primera, Pobres gentes (Biednie liudi), una relación «cristiana», en la que el autor no puede inhibirse del dolor de los demás, aunque este dolor sea ubicuo y omnipresente, y el amor del autor por sus pobres personajes sea tan inerme y tan débil que casi resulta inútil. No importa. Todo dolor merece la ayuda del Crucificado, quien cargará siempre con la mayor parte de la cruz de nuestro dolor. No existe actividad más humana que la de sacrificarse por el prójimo hasta la más completa extenuación.

El desaliento es pecado; él mismo nos dirá: «Es un pecado desalentarse… La verdadera felicidad consiste en un excesivo trabajo realizado con amore». Diríase que la visión del trabajo en Fiodor es preopusdeísta. Dostoyevski, tan grande como Cervantes, y más grande por su penetración psicológica que el complutense, cuyos personajes son básicamente prototipos y dechados de coherencia, es el reverso de la desesperación atea de Emilio Zola, autor de personajes totalmente abandonados y desamparados, hasta por su propio creador. Dostoyevski funda su «creación cristiana» en la advertencia de Jesucristo: «Quien quiere salvar su vida la perderá, pero quien dé su vida por amor hacia Mí la salvará».

Lo mismo que en el caso de Cervantes –que pasó los mismos años de horrible cautiverio que Dostoyevski– el humanismo del corazón –no el de los libros– le surgió al novelista ruso de su espantosa experiencia carcelaria. Siberia para Dostoyevski como Argel para Cervantes suponen un completo renacimiento de sus vidas. Pero habría también que decir que en el caso del ruso el humanismo clásico también le impregnó grandemente en Siberia, con atentas lecturas de Heródoto, Tucídides, Tácito, Plinio, Flavio Josefo, Plutarco, Diodoro de Sicilia, los Padres de la Iglesia y el Evangelio.

Los Evangelios los leyó cientos de veces, hasta el punto de que en toda su obra no para de parafrasear palabras e ideas de Jesús. Y sus más grandes personajes, los caracteres más singulares de sus novelas, los sacó de una aplicada observación de sus compañeros de cautiverio, lo mismo también que Cervantes. Ambos vieron en los peores criminales almas desventuradas que también contenían cosas buenas. Y los demás si no somos malos es porque Dios no nos puso al borde del abismo.

Toda novela de Dostoyevski es una obra de psicólogo, de moralista, de sociólogo y hasta de teólogo. En cada novela nos demuestra que poseemos cada uno una razón para vivir, una razón superior y secreta –secreta casi siempre para nosotros mismos– y completamente distinta del objetivo exterior que la mayoría de nosotros asigna a su propia vida. Para desvelar la verdadera razón singular que cada uno tiene para vivir con alegría y con paz necesitamos dar con la clave de nuestra culpa, que es nuestro pecado «fundamental», una culpa que nos define, pero que también nos atenaza y nos tortura hasta que no nos liberemos de ella mediante la confesión. Una confesión que no se hace ante el sacerdote, sino ante cualquier hombre. Raskólnikov, por ejemplo, se confiesa ante Sonia en Crimen y castigo (Prestuplenie i nakazanie), convirtiéndose la confesión casi como un juego en El idiota (Idiot) en que en una reunión los personajes se ponen a jugar a decir cada uno su peor pecado, aquel que mejor nos define como personas, pues es la naturaleza de nuestro pecado quien nos constituye como personas, esto es, nos hace singulares con un papel en la sociedad. Para salir de la tumba de nuestro pecado, para escapar del infierno propio, tenemos que confesar nuestra culpa ante los demás. No hay redención sin confesión, ni siquiera redime el castigo si no hay confesión. En El eterno marido (Viechnii much), aunque el marido burlado lo sabe, espera la confesión del propio amante.

En toda la gran obra de Dostoyevski no encontramos a un solo «grande hombre». Como en el Evangelio, en la obra de Dostoyevski el reino de los cielos pertenece a los pobres de espíritu, a la gente «aparentemente» corriente y moliente. Todo el variegado universo de personajes dostoyevskianos está compuesto por personas ordinarias, tan ordinarias que es mejor denominarlas gente que personas, que diría mi admirado maestro Agustín García Calvo. Ahora bien, cada uno de estos hombres y mujeres ordinarios no son para nada intercambiables, sino que, al contrario, están dotados de una psicología particularísima, única, e imposible para constituir un prototipo. Dostoyevski no cree en las ideas generales de la psicología, sino que como a inteligente psicólogo sólo le interesa la singularidad de cada alma, que es la única realidad.

Contemporáneo del nacimiento del marxismo, se convirtió en su acérrimo enemigo desde el día en que lo conoció: «El marxismo ha roído ya a Europa. Si no llegamos a tiempo, lo destruirá todo». Por el contrario, profetiza la recristianización de Europa desde Rusia. Y esa recristianización comienza con su obra, que siempre apuesta por el bien absoluto y que deja en el alma una dulce melancolía indeleble, más fuerte aún, por su arte de novelar, que las Vidas de santos. Pocas catequesis o retiros edificantes consiguen tanto para el reino de Dios como la lectura atenta de las Obras de Dostoyevski.

Finalmente, los personajes de Dostoyevski no son coherentes porque son reales, y en ellos, como en nosotros, coexisten continuamente sentimientos contradictorios. Son plenamente conscientes de su dualidad. A menudo quieren hacer cosas sin quererlas hacer, negándose a ello con todas sus fuerzas. Todos, tentados al mismo tiempo por Dios y Satán, podrían citar las palabras de la pobre (y «prepaulina») Medea de Ovidio: «Video meliora proboque, deteriora sequor» [Veo el bien y lo apruebo, pero hago el mal]. Stavroguin, el extraño protagonista de Demonios (Biesi), nos dirá: «Yo puedo, como siempre he podido, sentir el deseo de hacer una buena acción y me satisface obrar así. Pero también me acucia el afán de hacer el mal y experimento asimismo un placer en ello».

André Gide, en su perturbadora obra Dostoyevski relaciona tanto la genialidad literaria como el portentoso pensamiento reformador de Dostoyevski con la anomalía cerebral de su epilepsia. Si no basta, según él, ser un desequilibrado para ser un reformador, sí, en cambio, cualquier reformador es en principio un desequilibrado. Mahoma era epiléptico, y también lo eran los profetas de Israel, Lutero y Dostoyevski. Sócrates tenía su demonio; San Pablo, la misteriosa «espina de la carne»; Pascal, su abismo; Nietzsche y Rousseau, su locura. ¿Será verdad que el genio es una neurosis, como afirmaban Lombroso o Nordan? El que goza de un perfecto equilibrio interior puede propulsar reformas, pero son éstas exteriores al hombre; en realidad formula una serie de códigos. Por el contrario, el genio con anormalidades, escapa a los códigos propiamente establecidos. Que otros hayan sido locos nos ha permitido no serlo nosotros.

Por último, Dostoyevski cree en la nación en tanto en cuanto colectivo unido por la fe: «Si un gran pueblo deja de creer que se halla en posesión de la verdad, si no cree ser el único llamado a resucitar y salvar el universo mediante su verdad, abandona inmediatamente su condición de gran pueblo y se convierte en una materia etnográfica. Un pueblo verdaderamente nacional no puede contentarse nunca con desempeñar en la humanidad un papel secundario. Ni siquiera le basta un papel importante. Le es absolutamente necesario ser el primero. La nación que renuncia a esta convicción renuncia a la existencia (…) Un francés puede servir, sin duda, además de a su país, a la humanidad, pero a condición de que por encima de todo siga siendo francés; y otro tanto puede decirse del inglés, del alemán y del español».

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