La anomalía que nos une

No es algo novedoso que los hechos históricos sean cuestionados una y otra vez por el discurso político. Los procesos por los que se configuran y nacen las naciones y los Estados son tan complejos como numerosos. Pero todos coinciden en un punto: la creación de mitos fundacionales.

Las valientes, originales, bien documentadas y primorosamente redactadas obras —narradas según los usos característicos de nuestra lengua común, en cada uno de nuestros países— que hablan hoy de la Hispanidad, lo hacen desde una perspectiva científica: sea ésta histórica, en el análisis de calidad de la moneda, en las pruebas documentales, en los monumentos o mediante los más avanzados estudios empíricos de las ciencias sociales.

Estos autores, luz y avanzadilla de una Hispanidad para el siglo XXI, han descubierto el sepulcro del pasado común y, al levantar la pesada losa que lo cubría, desvelaron una verdad sepultada bajo la escombrera de la Leyenda Negra.

La verdad, bajo la capa de broza, era bien distinta de la del relato político. Una verdad incómoda en la que los mitos fundacionales se tambalean, iluminando con su destello un pasado en el que la mayor prosperidad de las Españas se daba en las provincias de ultramar. El conocimiento recíproco y el reconocimiento mutuo conformaron las sociedades hispanas del Nuevo Mundo que, junto con la transmisión de los saberes de la época, convirtieron a la América española en el centro del mundo.

Nuestros autores hablan también de la pujanza y el impulso que está tomando la comunidad hispana en toda su diversidad a través de Internet y las plataformas digitales, considerándolo como un fenómeno de creación espontánea y no como fruto de una voluntad política o ideológica.

Este pasado compartido nos arrolla con su verdad y, querámoslo o no, nos envuelve e integra en su torbellino. «¿De qué pueden hablar un nigeriano, un indio, un neozelandés o un gentleman británico?» se preguntaba Eric G. Cárdenas. Esta pregunta carece de sentido en el mundo hispano: somos ramas de un mismo árbol. Un español, un chileno, un venezolano o un salvadoreño comparten algo más profundo que la lengua común.

En los últimos días, en España se escucha incesantemente desde las vocerías partidarias de la oposición hablar de «anomalía democrática», para referirse a la heterodoxa manera de conducirse del señor presidente del Gobierno en su objetivo de conservar el poder, poniendo en almoneda los recursos del Estado para la consecución de tal fin. Pero, en realidad, se trataría de la anomalía de una anomalía. Toda vez que estas actuaciones heterodoxas se producen porque no existen mecanismos eficaces de control al poder, lo cual nos advierte sobre la verdadera naturaleza de la anomalía fundacional.

Una anomalía que une aún más, y desde una perspectiva diferente, a la comunidad hispana, pues los regímenes de poder que padecemos anulan y conculcan la libertad política.

En las partitocracias u oligarquías de partidos, ya sea en forma de república, monarquía o —como en el curioso caso de las partitocracias presidencialistas hispanoamericanas—, son los partidos los únicos y exclusivos sujetos políticos admitidos por el sistema. Se arrogan para sí la representación política del ciudadano mediante las listas de partido, sustituyendo la verdadera representación por la identificación ciega con el líder que mejor se balconee ante sus seguidores. El interés concreto del ciudadano se diluye en un mensaje político simple y reduccionista, mediante consignas y eslóganes. Cualquier asunto de carácter civil, una desgracia colectiva o el trágico suceso de una persona concreta pasa de inmediato a ser materia política en la que, además, se exige posicionarse.

Esta ‘nueva’ imagen de la representación ciudadana ha quedado como la única admitida por estos regímenes, enterrando su carácter y significado originales y suprimiendo de un plumazo todos los matices, la riqueza y la diversidad propias de la representación genuina. El representante de distrito ya no representa al elector: representa al partido o, por mejor decir, al jefe del partido —que es quien lo puso en la lista—, convirtiéndose en su deudor.

El ideólogo boliviano Álvaro García Linera llegó a afirmar que «una Constitución se redacta siempre en contra de alguien», legitimando de esta manera la vía de la dictadura y la tiranía, en nombre de vaya usted a saber qué cosa. Pero, sin llegar a tal extremo, se redactan constituciones de derechos otorgados que, de manera ladina, consagran la exclusión de la ciudadanía de la participación política, imponiendo, con uno u otro matiz, un Estado de partidos. El mundo hispano es tan rico y diverso que sólo mediante la libertad política de sus naturales en sus países de origen se puede proyectar en su verdadera dimensión para dar el impulso definitivo.

Podemos concluir que, sin excepciones, en todos los países de habla española gobiernan oligarquías de partidos maquilladas como democracias o, directamente, dictaduras. Es en el terreno de la confusión donde mejor lucen los afeites de la mentira política que compartimos.

Las palabras, a fuer de ser repetidas e introducidas maliciosamente en contextos ajenos a su significado, comienzan por adoptar una polisemia ambigua que, indefectiblemente, acabará sepultando su significado original. Bajo el fuego incesante de una miríada de conceptos y proclamas confusos, adoptan nuevas formas y terminan significando otra cosa.

La palabra «democracia», que contiene en sí misma un pensamiento complejo, significa hoy cualquier cosa. De los tres pilares originales que habían de sustentarla (representación política del ciudadano, separación de los poderes ejecutivo y legislativo, e independencia judicial) tan sólo quedan los nombres.

¿Qué entendemos hoy como separación de poderes? Podemos buscar la respuesta en boca de cualquier diputado, cargo público, periodista de cualquier tendencia, ciudadano de a pie, catedrático de Derecho Constitucional o magistrado del Tribunal Supremo. Todos entenderán la pregunta y darán la misma respuesta: la separación de poderes se refiere exclusivamente al poder judicial.

El tal poder judicial que, en puridad, no debería ser un poder, sino una facultad del Estado cuya finalidad y cualidad debe ser la independencia frente al poder político: el tantas veces reiterado pouvoir presque nul enunciado por Montesquieu. Lo cierto y verdad es que, tras la apariencia de la incontenible logorrea de «hay que respetar la separación de poderes», esgrimida desde todos los ámbitos sociales y de poder, se oculta precisamente la subordinación política de los órganos de gobierno de jueces y fiscales. Los primeros, último reducto de la independencia de los jueces, dejarán de instruir las causas por corrupción, que pasarán a manos de la Fiscalía, un órgano jerárquico encabezado por un fiscal general del Estado nombrado por el Gobierno de turno. Los magistrados del Consejo General del Poder Judicial y los del Tribunal Supremo son nombrados por consenso entre los partidos políticos para asegurarse su agradecimiento posterior. Lo estamos viviendo. Jueces y ministros entran y salen de la judicatura para integrarse en la clase política y volver después, como si nada, a la carrera judicial. No existe, pues, independencia judicial en España: su sometimiento al poder político queda evidenciado por los hechos.

En México, asistimos a un proceso similar de intromisión del poder político en la judicatura, ofreciendo cursillos de pocos días a los candidatos a «juzgadores».

Respecto del poder ejecutivo, podemos apuntar que, en el caso español, la manera de detentarlo es mediante el reparto del botín del Estado, expandiendo la industria política de una manera nunca vista. Lo estamos viviendo. Lo que nos advierte de que el ejecutivo también legisla, usurpando esta facultad a la cámara legislativa, y lo hace precisamente para convertir en ley el ignominioso reparto. En las partitocracias, quien accede al poder obtiene todo el poder: gobierna, legisla, controla la cámara y nombra a los jueces.

Todas estas palabras y conceptos que definen la democracia y sus características han sido desalojados de su álveo original. Ni las palabras significan lo mismo, ni tampoco los conceptos. Ahora se nos aparecen como cenotafios devorados por la espesura nemorosa de la confusión y el olvido. De lo que llegaron a significar o representar ya nadie sabe qué es qué. Ni siquiera los integrantes de las listas de partido, por lo demás, gente poco instruida, sin experiencia vital ni profesional, amamantados desde niños por la Luperca estatal al calor del partido.

De México a la Tierra de Fuego, haciendo escala en España, la anomalía política une a nuestros pueblos.

0 comentarios en “La anomalía que nos une”

  1. Este artículo acierta al señalar la corrupción política en la España actual. Las instituciones se han desvirtuado: los partidos dominan y la judicatura es subordinada. Es una crítica necesaria para reflexionar sobre nuestro futuro democrático.

  2. Pepe Marqués

    Qué maravilla de artículo: la brillante prosa no consigue opacar la contundencia de su significado. ¡Enhorabuena!

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