De un tiempo a esta parte se ha despertado un creciente interés —puro teatro de aduladores del Régimen— por desclasificar los documentos secretos del franquismo. Sin embargo, nada se sabrá de los tejemanejes del posfranquismo, cuyo patata caliente sigue siendo el 23F.
Y claro, por si las moscas, y en vista de que todas las miradas —incluso, al parecer, las de la mismísima Casa Real— se posan sobre el todavía gozante rey Juan Carlos I, alias el Campechano, el susodicho se ha apresurado a publicar una colección de cuentos y mentiras bajo el epígrafe de Reconciliación: Memorias. En una entrevista concedida en Francia (porque, según parece, en España no hay periodistas de su gusto, pese a las legiones que han besado el suelo por donde pisaba), el emérito confiesa que en aquel 23F «no hubo un golpe, sino tres». Y, para redondear la jugada, acusa de traidor al principal de sus cómplices y más fiel amigo: el general Alfonso Armada.
Impecable coartada: acusar a un muerto, doce años después de su fallecimiento, garantía de que nadie podrá replicar.
No faltarán ingenuos que crean a pies juntillas cada palabra. En España hay millones: basta con que algo lo diga la televisión —o cualquiera de los medios de manipulación del Régimen— para que se acepte como palabra de Dios cualquier basura. Pero, por fortuna, cada vez son más quienes despiertan. Difundir la verdad y desenmascarar a esta mugre política es hoy un deber moral.
Y hablando de verdad, Antonio García-Trevijano —cuya voz puede escucharse en los archivos del MCRC— explicó con detalle que el golpe del 23F lo dio el propio rey Juan Carlos. Y, que, junto a Armada (quien debía ser designado presidente del Gobierno) también participaban Felipe González, alias Isidoro —aquel intocable niño mimado del franquismo—, y Santiago Carrillo, líder del PCE, cuyo escudero Jordi Solé Tura habría ocupado la cartera de Economía en el llamado «Gobierno de Salvación Nacional».
Tan implicado estaba Carrillo que llegó a proponer al propio rey al Premio Nobel de la Paz. Como decía mi abuelo: «Ver para creer».
La operación se vino al garete, según parece, cuando el teniente coronel Tejero se enteró de la composición del futuro gobierno. Al descubrir que incluía comunistas, montó en cólera: «¿Comunistas en el gobierno? ¡Para eso no me he metido en este lío!». Y, cual Pavía sin caballo, formó su tropa y entró en el Congreso —como un elefante en una cacharrería— gritando: «¡Se sienten, coño!».
Durante décadas, los medios del Régimen nos vendieron que el golpe lo dio Tejero. Cada aniversario repiten la misma manoseada historia, ensalzando el mito del «rey salvador» y su «noche más difícil». Pero, según demuestra Trevijano, para entonces el golpe real ya había triunfado: su objetivo era destituir a Suárez, y lo habían conseguido tres semanas antes, con su dimisión el 29 de enero de 1981.
El detalle más revelador —y al que menos relevancia se le ha dado— vino después: en menos de 48 horas del escándalo, el rey recompensó a Suárez con el título de duque. O, más bien, compró su silencio. No parece casual que, tras su muerte, fuese enterrado en el claustro de la Catedral de Ávila, o que el aeropuerto de Madrid lleve su nombre. Amén de otros privilegios —como el Premio Príncipe de Asturias— impensables para quien hubiera osado contar la verdad de aquel enero de 1981.
El siguiente presidente, Leopoldo Calvo-Sotelo, duró menos de dos años, pero también tuvo premio: en 2002, el rey Juan Carlos lo nombró marqués de la Ría de Ribadeo. Ambos, Suárez y Calvo-Sotelo, fueron altos cargos del franquismo, destacadas personalidades que de haberse instaurado una democracia habrían rendido cuentas ante la Justicia. Lo mismo que Carrillo, por cierto.
Y así llegamos al presente: el Campechano, defenestrado por la propia Casa Real tras el escándalo de Botsuana, deja paso a su heredero, el Preparao. Y este, continuando la tradición de premiar los servicios prestados al Régimen, otorga al siguiente en la lista —Felipe González— nada menos que el Toisón de Oro, la más alta condecoración de la Corona.
Conceder un título nobiliario a un socialista habría sido demasiado grotesco, así que optaron por el gesto simbólico. No es poca cosa: este falso socialista, infiltrado en el PSOE por el propio franquismo, merece capítulo aparte.
Para conocer su verdadera naturaleza, basta leer el artículo publicado en El Mundo (28/09/2014) sobre el libro El sueño de la Transición. En él se cita una frase extremadamente ilustrativa: «Nunca olvidaremos a Carrero Blanco. De nuestra boca no saldrá una crítica contra el almirante». La dijo el propio González —según su suegro— al recibir los pasaportes que le permitirían acudir a Suresnes y tomar el control del nuevo PSOE.
Aquel congreso amañado, diseñado con la bendición de Henry Kissinger y financiado por Willy Brandt, fue el inicio de la farsa: el nacimiento del PSOE domesticado, el que liquidaría al PSOE en el exilio. Un partido útil al Régimen y sepultura definitiva de la oposición al franquismo.
Y así, entre golpes invisibles, recompensas silenciosas y una Transición cuidadosamente maquillada, se construyó el mito de la «democracia española». Un mito que hoy se tambalea, pero que aún encuentra fieles devotos dispuestos a aplaudir su propia mentira.

Lamentablemente, así es la historia. Pero ser plenamente consciente de lo que pasó y de lo que está pasando, ya es una herramienta eficaz para combatir al régimen del 78; así que muchísimas gracias por el artículo