En cualquier democracia, la responsabilidad política puede ser detectada y es exigida con independencia de que existan o no responsabilidades penales. Se trata de una consecuencia esencial de la separación de poderes, de la existencia de representación y de la independencia judicial. En España, al no existir ninguna de estas, la frontera entre responsabilidad penal y política se ha difuminado hasta hacer indistinguible lo jurídico de lo político.
La figura de Pedro Sánchez, representa en este sentido la culminación de un proceso de degradación institucional iniciado hace décadas. Pese a los escándalos que rodean a su entorno personal y político, y frente a lo que en cualquier democracia hubiera supuesto motivo suficiente para la dimisión inmediata, Sánchez se aferra al cargo con una serenidad cínica. ¿Por qué?
Porque en España, como buena partidocracia que es, no se puede distinguir con claridad entre lo que es una responsabilidad penal y lo que es una responsabilidad política. El marco institucional no lo permite por su propio diseño.
La Justicia, el comúnmente llamado poder judicial, lejos de constituir una facultad estatal autónoma capaz de fiscalizar al ejecutivo, se encuentra ahora estructuralmente subordinada al poder político. Esto no es una afirmación retórica, sino una constatación jurídica: el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), órgano de gobierno de los jueces, lleva décadas siendo elegido proporcionalmente por los partidos, que a su vez eligen a la cúpula de las más altas instancias judiciales. La fiscalía general del Estado, designada por el Gobierno, el Tribunal Constitucional, repartido también entre los partidos, y el Ministerio de Justicia, brazo armado del ejecutivo, consuman dicho control institucional a la inversa.
Cuando no hay una magistratura independiente, la línea que separa lo que puede o debe ser juzgado judicialmente y lo que exige una respuesta en términos exclusivamente políticos se diluye. La consecuencia es que los escándalos se judicializan —frecuentemente de forma ineficaz— o se ignoran, pero rara vez se traducen en una rendición de cuentas política ante los gobernados.
Por otro lado, la ausencia de representación diluye la responsabilidad fuera de los juzgados, hasta que desaparece. Los votantes, meros ratificadores de listas, actúan como los fanáticos de los equipos de fútbol, apoyando a los colores propios hasta el final, independientemente de la tropelía cometida, porque son incapaces de asumir el engaño como propio.
Pedro Sánchez simplemente se beneficia de esta patología institucional eludiendo cualquier tipo de responsabilidad política escudado en la inexistencia de sentencias firmes. Lo hizo con el escándalo del Tito Berni, lo ha repetido con la amnistía pactada con los condenados del procés, y ahora lo vuelve a hacer escudándose tras la presunta persecución judicial contra su esposa y prebostes de partido, como si las instituciones actuaran de manera autónoma y no al dictado de los equilibrios políticos del momento.
Pero esto no es un problema de nombres ni de siglas. No es Sánchez, ni lo fue antes Rajoy, Zapatero o Aznar. Es un problema estructural. Cuando se diseña un sistema de poder único solo dividido funcionalmente y que además controla la Justicia, la exigencia de responsabilidades políticas se vuelve imposible.
En este contexto, la dimisión de un presidente del Gobierno no es un acto de responsabilidad, sino una fantasía. ¿Por qué habría de dimitir alguien que no se siente fiscalizado ni por sus propios electores, ni por los medios, ni por la Justicia? Mientras la relación de poder no cambie —mientras no exista una verdadera separación de poderes, representación en el legislativo e independencia judicial—, la única lógica imperante será la del poder por el poder. Y en esa lógica, dimitir es perder. Y en España, nadie dimite porque con el consenso todos ganan.

Extraordinaria explicación de las causas que originan las consecuencias que todos podemos apreciar.