Dos interpretaciones de la Revolución francesa

Sénac De Meilhan y Antoine Barnave. Extracto adaptado tomado del estudio preliminar de Dª. María Luisa Sánchez Mejía.


Son dos in­terpretaciones de la Revolución francesa que repre­sentan en cierto modo dos actitudes ante los suce­sos revolucionarios. “Des Principes et des causes de la Révolution en France”, de Gabriel Sénac de Meilhan, publicada en 1790, es más un análisis de la caída del Antiguo Régimen que una reflexión global sobre el conjunto del proceso revolucionario. La obra de An­toine Barnave, “De la Révolution et de la Constitution”, escrita en 1793, perte­nece en cambio a esa nueva tendencia que, tras haber visto y sufrido las consecuencias del régimen jacobino, se distancia de los antecedentes inmediatos y se abre en una perspectiva más amplia, que anuncia ya la lectura que hará de la Revolución el siglo XIX.  

Sénac dirige su mirada al interior del sistema nobiliario que ve desaparecer ante el impulso del movimiento revolucionario. No hay que buscar motivaciones exteriores para dar cuenta de la Revolución. Ni el ascenso del Tercer Estado, ni la difusión de las luces, ni los ideales democráticos o republicanos  defendidos por los filósofos más radicales han socavado los cimientos del Antiguo Régimen hasta el punto de propiciar su caída. No ha sido el avance de sus adversarios lo que ha hecho caer a la monarquía de su pedestal sagrado, sino la debilidad y los errores cometidos por sus defensores y sus beneficiarios. La lenta destrucción del principio que, según Montesquieu, debe alentar la forma monárquica, el honor, ha hecho perecer el sistema en todo su conjunto. Esta destrucción del principio monárquico tiene, en el análisis de Sénac, dos causas convergentes: el mal gobierno y la relajación de las formalidades sociales.  

Sénac no discute la necesidad de una mayor libertad e igualdad en las relaciones sociales. Comprende incluso que los vientos soplaban en esa dirección y, descendiente de una esforzada familia burguesa, no se alinea ciegamente con los viejos valores. Se limita a constatar que la pérdida de esos valores entrañaba la destrucción de un tipo de sociedad y que los nobles no supieron ver que actuaban en contra de sus propios intereses. No fue el irresistible ascenso de la burguesía lo que destruyó el principio monárquico, sino el error de una aristocracia que centró su ambición de gloria no en el servicio al rey, sino en las reformas políticas, con las que creía que iba a aumentar su poder. «Esos aristócratas son los verdaderos autores de la Revolución; inflamaron los ánimos en la capital y en las provincias con su ejemplo y sus discursos, y no pudieron luego detener o moderar el impulso que ellos mismos habían estimulado», expresa.

En realidad, para Sénac todo muestra la decadencia de un orden social que se acerca inexorablemente al final de un ciclo histórico. ¿Qué va a traer la Revolución? Ya no es posible regresar a la austeridad de las repúblicas de la antigüedad clásica, y la forma republicana es inaplicable en un gran Estado como es Francia, afirma Sénac, siempre fiel a las ideas ilustradas. La desigualdad de riquezas creará una nueva aristocracia, pero desprovista de sentido del honor y sin los valores religiosos y patrióticos que sostuvieron a la vieja nobleza, «¿qué quedará para gobernar a los hombres?: el dinero y la coacción».

Si Sénac es un hombre del Antiguo Régimen, Antoine Barnave representa la convicción reformadora que anima el estallido de la Revolución. Su vida política es muy breve, apenas cinco años de actividad, en los que alcanza una gloria efímera que acaba conduciéndole a la guillotina. Pero sus opciones políticas, sus proyectos y sus discursos, situados en el apasionante escenario del primer impulso revolucionario, encierran ya un esbozo claro y decidido de las ideas liberales que va a desarrollar el siglo XIX.

Barnave divide la Historia en tres grandes períodos de acuerdo con el tipo de propiedad imperante en cada uno de ellos, si bien cada etapa puede subdividirse a su vez en distintas fases y su organización política depender de factores particulares que dotan de cierta flexibilidad al modelo interpretativo que propone. El primer período corresponde a lo que podríamos denominar sociedades primitivas, que abarca desde el nomadismo de los pueblos dedicados a la caza hasta el inicio de los cultivos agrícolas. Mientras no existe propiedad ni asentamientos fijos, se puede decir, en opinión de Barnave, que el hombre vive en democracia, no teniendo esta palabra otro significado que el de la independencia e igualdad naturales. La necesidad de un jefe en los combates y el respeto otorgado a los más instruidos originan las primeras monarquías y la preponderancia de los ancianos, augures o sacerdotes. Con el pastoreo entra en escena la propiedad privada, que no alcanza toda su importancia hasta que no se divide la tierra para dedicarla a la agricultura. Surge entonces la desigualdad entre pobres y ricos, y la necesidad de defender la propiedad obliga a estos últimos a la creación de instituciones políticas y de una fuerza militar.

Conforme avanza el desarrollo agrícola, crece también el poder de los propietarios de tierras, y la monarquía primitiva va dejando paso a las repúblicas aristocráticas, como sucede en Grecia y en Roma, mientras que en las ciudades donde prima el comercio sobre la agricultura se organizan democracias, tal como sucede en Atenas o en Cartago. No obstante, condicionamientos geográficos, demográficos o inclinaciones propias del carácter de un pueblo determinado pueden permitir la supervivencia de las monarquías o implantar un gobierno despótico, como en el caso de los pueblos asiáticos.

En la Europa que Barnave llama moderna, es decir, la que surge tras la destrucción del mundo antiguo y en la que él quiere centrar su análisis, este segundo período de la Historia está caracterizado por el predominio de la aristocracia bajo la forma del régimen feudal: «Durante la época de mayor vigor del régimen feudal no hubo más propiedad que la de la tierra; la aristocracia caballeresca y sacerdotal lo dominó todo, el pueblo quedó sometido a la esclavitud y los monarcas no conservaron ningún poder». El lento desarrollo de las ciudades, basado en los «progresos de la industria» y la aparición de una «propiedad mobiliaria» independiente de la tierra, consigue finalmente debilitar tanto a la nobleza civil como al poder temporal de la Iglesia, acabando así con el gobierno aristocrático y dando paso a un tercer período histórico: el de las grandes monarquías.

El gobierno monárquico moderno nace, pues, en el análisis de Barnave, aliado a un cierto grado de democracia. Los nobles son el enemigo común del monarca y del pueblo. Cuando este último es lo suficientemente fuerte como para prescindir de un rey, puede organizarse en repúblicas, como en los Países Bajos. Pero cuando le resulta difícil reducir a la aristocracia, necesita la protección del rey contra los nobles. La monarquía puede recaudar impuestos, financiar la gran maquinaria de un Estado centralizado y, lo que es más importante, crear un ejército permanente al servicio de los intereses generales de ese mismo Estado. Por eso dice Barnave que «la base de la monarquía (es) la fuerza pública».

Ahora bien, el aumento de esa propiedad distinta de la propiedad de la tierra, el incremento del comercio, el avance de la industria, conceden cada vez más peso al elemento democrático asociado al poder del rey, y la monarquía absoluta debe transformarse en una monarquía limitada, en una monarquía constitucional. Ese es el origen y el significado de la Revolución francesa, que no ha sido más que la «explosión» derivada del crecimiento de la industria y de las nuevas formas de propiedad.

Cada una de estas formas de gobierno -aristocracia, monarquía y democracia- que, al igual que en Montesquieu, sirven para definir y caracterizar los tipos de sociedades a lo largo de la Historia, dependen fundamentalmente de la clase y estructura de la propiedad, pero también de otros factores internos como son la demografía, las costumbres y el nivel de ilustración de cada pueblo. «Desde un determinado punto de vista -dice Barnave-, se pueden considerar estas cosas (…) como los elementos y la sustancia que forman el cuerpo social, y ver en las leyes y el Gobierno el tejido que las contiene y envuelve. En cualquier situación es necesario que una y otra parte estén proporcionadas en fuerza y extensión; si el tejido se dilata a medida que la sustancia aumenta de volumen, los progresos del cuerpo social podrán efectuarse sin conmoción violenta; pero si en lugar de una fuerza elástica opone una quebradiza rigidez, llegará un momento en que cesará toda proporción y en el que será preciso, o que el humor se consuma, o que rompa su envoltura y se desborde».

Tal es su visión de la Historia como un proceso en el que la vida social se hace más compleja y la vida económica más diversificada.

3 comentarios en “Dos interpretaciones de la Revolución francesa”

  1. Antonio Sebastián Aragón Gotarredona

    Me ha gustado mucho el artículo. Una cosa he echado de más y es la palabra democracia. Percibo un grado de confusión brutal en el concepto que se tiene en nuestros días, de la palabra democracia. Yo, personalmente no he sabido a que se refería cuando Bernardo Garrido la citaba. En cualquier caso, muchas gracias por el artículo y enhorabuena a Bernardo Garrido. Espero impaciente el próximo artículo suyo.

  2. Juanjo Charro

    Muy buena síntesis. Es muy esclarecedor contemplar el enfoque de autores de otras épocas. Don Antonio decía en Sentido de la Revolución Francesa que «el futuro va creando distintas visiones y versiones del pasado».

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