La España esclavizada

(Foto: Okinawa Soba) La España esclavizada La imbecilidad actual no elude el anacronismo al exhibir la esclavitud como cosa racial, siempre circunscrita a un trabajo penoso y continuamente basada en violencias y castigos. Se trata de echar tierra sobre una institución económica, forma ancestral de disponer la mano de obra mediante la fuerza física, presentándola como algo ya extinto y superado que no pueda relacionarse, de ninguna manera, con el tan racional como humanizado mercado laboral.   La superioridad militar de los pueblos nómadas les dotó para convertirse en la casta guerrera de las sociedades agrícolas que sometieron. La competencia entre las ciudades-estado por el dominio de la tierra se ventilaba en la guerra. Con ello, durante la Antigüedad arraigó la costumbre de deportar a las poblaciones rebeldes o vencidas, obligándolas a trabajar en sus nuevos destinos a cambio de perdonarles la vida y de mantenerlos. Este fenómeno se acentuaría al crecer la organización estatal hasta el tamaño imperial. La compraventa de esclavos fue el medio de destinar contingentes humanos a las regiones donde había una demanda laboral efectiva.   A pequeña escala, el tráfico también proporcionaba asistentes domésticos, guardaespaldas, e incluso escribas, maestros y filósofos. Así, el griego antiguo posee muchas palabras para referir lo que hoy aparece como una definición unívoca. La gran amplitud y versatilidad de la condición, tanto en la utilidad “profesional” como presumiblemente en el trato, pues existía la posibilidad legal de la liberación, convierte a la esclavitud de antaño en algo muy distinto que desborda la moderna concepción. Si buscamos una pista en la etimología del término, llama poderosísimamente la atención que la palabra latina más usual para designarles, servus, fundara la voz “siervo” de las lenguas romances. Hubo de recurrirse, popularizándose a partir del siglo XV, al griego bizantino sklávos, que también significa “eslavo”, para expresar un concepto necesariamente diferente, relacionado con el tráfico de individuos de esta etnia en el Oriente medieval. “Siervo” y “esclavo” no difieren en dignidad sino en movilidad: al primero se le “conserva” (servare) ligándole a la tierra; al segundo se le trasporta desde alguna parte lejana. No cambió el hecho en sí de que el poder disponga por la fuerza del factor trabajo, solamente se alteró su radio y oportunidad de acción. Así, en la Europa feudal, de baja y uniforme densidad de población y con la tierra, generalmente fértil, muy fragmentada en dominios señoriales, floreció la servidumbre; en los imperios coloniales, y anacrónicamente en los antiguos, con poder sobre inmensas superficies, calidad de suelo variable y densidades humanas discontinuas, lo hizo la esclavitud.   Los motivos tradicionales de la esclavitud o de la servidumbre fueron la guerra, la sentencia penal y la compraventa. Todavía en 1698, en la prestigiosa Sorbona de París, estas tres circunstancias —iure belli, condemnatione et emptione— eran consideradas como legítimas para algo así. El mundo contemporáneo terminaría borrando las huellas de los servî cercanos, obviando que sería posible quedar en similar condición a causa de un débito impagable. La esclavitud por deudas, común en la Antigüedad, fue prohibida por los gobernantes y aquellas canceladas entre la ciudadanía. Pero, aunque cosa semejante pareciera haber terminado, ni siquiera contemplada en el lenguaje, ¿acaso habría mejor forma de someter definitivamente a alguien que obligándole a endeudarse de por vida?   En España, desde el advenimiento del Estado de Partidos de 1977, oficialmente “La Democracia”, las nuevas generaciones han sido forzadas a ello cada vez con mayor intensidad. Y no para adquirir alguna joya, coche de lujo o caro capricho de consumo, sino para poder comprar algo tan fundamental como, en la mayoría de los casos, un sencillo piso donde poder vivir, emanciparse y fundar una familia. Con el paso de los años, el precio de venta de todas las casas se disparó hasta alcanzar el doble, o incluso el triple, de su valor real. A la par de que millones de españoles no tenían otro remedio que el de firmar elevadísimas hipotecas, que por cierto aceptaban los prestamistas, alargando el plazo de amortización; su trabajo asalariado, inicialmente estable y decentemente remunerado, se tornaba en algo veleidoso, escaso e insuficientemente pagado en relación al coste real de la vida. Los mismos partidos políticos —todos sin excepción— que permitieron y fomentaron esta situación desde su omnímodo poder —única salida para la actividad tras la entrega del sector industrial a la CEE en beneficio de la fusión financiera— se ponen ahora, una vez reventada la burbuja, del lado de los acreedores —acaso no queda claro que lo estuvieron siempre—, incluso inyectando a los bancos y cajas dinero de los propios contribuyentes sin el menor rubor.   Millones de españoles son hoy solitarios esclavos, condenados a trabajar de por vida a cualquier precio y en cualquier lugar para pagar la descomunal hipoteca que les encadena. Desde la Antigüedad se sabe que, si se permite, la deuda crece muy por encima de la economía. Por ello, los gobernantes de antaño decretaban periódicamente “tabula rasa” para volver a la realidad. Los partidos políticos posfranquistas muestran la misma sensibilidad hacia la mayoría de los españoles que los dirigentes de antaño hacia los servî, esto es adoctrinarles para interiorizar su situación y evitar, a toda costa, que se den cuenta de su número y del poder que adquiriría su unión. {!jomcomment}

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