Los anti-populistas, sus nazis y la vuelta al gulag

El documento de 10 páginas hecho público por James Damore, el llamado #GoogleMemo, más que revindicar el consenso científico, ha puesto de relieve la delicada situación en la que se encuentran las sociedades occidentales después de que el tradicional enfrentamiento ideológico mutara a enfrentamiento cultural.

Como explicaba el sociólogo Donald Black, «la cultura es un juego de suma cero” y rara vez sus conflictos pueden resolverse mediante el compromiso entre las partes. De ahí que las discrepancias culturales generen reacciones aún más viscerales que las disputas ideológicas, y que la politización de la cultura tienda a plantear los problemas de forma que es imposible resolverlos mediante el acuerdo. Así que una vez las disputas ideológicas se trasladan al terreno cultural, la soluciones se vuelven imposibles.

En general, los desacuerdos sobre los límites del Estado de bienestar o el mercado libre, por ejemplo, suelen solucionarse, para bien o para mal, mediante el pragmatismo. Sin embargo, los conflictos sobre la soberanía nacional, el matrimonio homosexual, el aborto, el multiculturalismo o el género, por poner sólo algunos ejemplos, tienden a enquistarse. La razón es que estos afectan a valores y cuestiones morales que trascienden el orden meramente administrativo. Las personas, aun con disgusto, pueden, adaptarse a una subida de impuestos, pero difícilmente aceptarán ver violentadas sus convicciones íntimas.

Cuando la acción política desborda el mero ordenamiento burocrático, vitupera la ciencia e invade el terreno de los valores, no sólo trastoca esos valores, sino que también distorsiona infinidad de relaciones. Como en el juego de los palillos chinos, un solo movimiento puede generar situaciones completamente nuevas e impredecibles. Cuanto más enterrado esté el palillo que se pretende mover, mayores y más inesperadas serán las reacciones.

Esto no quiere decir que los valores de una sociedad sean o deban ser inmutables. Todo, absolutamente todo, es susceptible de evolucionar, incluso las convicciones más arraigadas. Pero pensar que el orden social es una mera construcción artificial y que, por tanto, su transformación es una competencia gerencial, es el mayor de los errores que se puede cometer. Precisamente las instituciones eficaces se distinguen de las ineficaces, más que por la bondad de su diseño, porque son coherentes con la sociedad; es decir, no son un artificio de un puñado de expertos, sino fruto de una laboriosa interacción entre gerentes y sociedad.

Esto no quita que hasta la transformación más ponderada genere tensión. La relación entre tradición y nuevos conocimientos siempre ha sido una relación difícil, llena de fricciones. De hecho, ya en la antigua Atenas, el choque entre la doxa (creencia u opinión) y la episteme (nuevo conocimiento) dio lugar a encendidos debates. Y aunque, después, en la Roma imperial o, más tarde, en la Europa medieval primó la tradición, esta tensión nunca desapareció.

Sin embargo, con la llegada de la modernidad, y muy especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, la tensión entre la autoridad de la tradición y nuevas maneras de legitimación alcanzó cotas desconocidas. Las tradicionales convenciones que proporcionaban un marco común de entendimiento dejaron de ser dominantes. Sin embargo, la vieja autoridad y su red de significado común no fueron sustituidas por un sistema equivalente. La contracultura que había emergido en los 60 resultó ser mucho más eficaz socavando la tradición que construyendo una nueva autoridad.

En efecto, durante la década de 1960, a pesar de la proverbial prosperidad económica y del fantástico progreso tecnológico, las sociedades occidentales, de pronto, parecieron carecer de recursos morales con los que legitimarse. Y la expresión de la autoridad en todas sus formas quedó expuesta a una abrumadora contestación. El problema no consistía simplemente en que una forma determinada de autoridad estuviera siendo cuestionada, sino que la Autoridad en sí, como concepto, había entrado en una crisis terminal.

Ya, en los 50, Hannah Arendt advertió que la autoridad se había convertido en «casi una causa perdida». Y señaló que esta trasformación se estaba traduciendo en una pérdida de “autoridad de los padres sobre los niños, de los maestros sobre los alumnos y, en general, de los mayores sobre los jóvenes”.

En efecto, a mediados del siglo XX el equilibrio entre tradición y nuevo conocimiento quebró. Y sucedió lo inimaginable: las sociedades occidentales rompieron por completo con la tradición. Como Robert Nisbet sentenció, la revuelta contra la autoridad había sobrepasado un punto crítico.

Pero las élites, lejos de asumir cualquier compromiso con la crisis de la autoridad, endosaron la responsabilidad del conflicto a aquellas personas que insistían en conservar sus valores y se negaban a someterse a los designios de una clase emergente de expertos. Con el final de la Segunda Guerra Mundial, y tras la amarga experiencia del nazismo, esta desconfianza de las élites hacia el pueblo se vio reforzada. Y se asoció el apego a las tradiciones con un comportamiento patológico. La imagen de un pueblo irracional, subyugado por un Führer, obsesionaba a la nueva élite anti-populista.

En realidad, el nazismo era profundamente contracultural, anti-religioso, mitológico e, incluso, esotérico; es decir, enemigo de la tradición. Sin embargo, el error de asociar nazismo y tradición, totalitarismo y conservadurismo, pasó prácticamente desapercibido.

Hubo que esperar a la década de 1990 para Christopher Lasch llamara la atención sobre la creciente aversión de las elites hacia cualquier expresión que consideraran populista. Así, Lasch observó que, mientras antiguamente los liberales progresistas se habían preocupado por el declive de la participación popular en la política, ahora parecían considerar esta apatía como una bendición. Desde entonces hasta hoy se ha ido imponiendo de forma inexorable una rígida ideología orientada a deslegitimar las costumbres y preferencias del ciudadano común.

En realidad, el ethos anti-populista surgió mucho antes del ascenso del movimiento populista posterior a la Guerra Fría. La idea de que el pueblo es moral e intelectualmente inferior a las élites ilustradas constituye el fundamento del imaginario anti-populista desde tiempo inmemorial. Sin embargo, en las últimas décadas, el desdén de Platón por el demos y su defensa de la autoridad del experto reaparece con inusitada fuerza en los anti-populistas. Y hoy el convencimiento general es que el común rara vez sabe lo que le conviene.

La ruptura con el pasado, la dislocación entre nacionalidad y Estado, la segregación entre comunidad y Administración y la guerra cultural contra la tradición parecen ser parte de un proyecto integral de reeducación que, como era de prever, ha degenerado en un conflicto generalizado. Algo que anticipó Daniel Patrick Moynihan, que había servido a tres presidentes, cuando se aventuró en los 70 a hacer la arriesgada predicción de que las locas ambiciones de los 60 traerían consigo arrepentimiento y amargura.

«Constantemente subestimamos las dificultades, sobrevaloramos los resultados y evitamos cualquier evidencia de incompatibilidad y conflicto, creando así repetidamente las condiciones de fracaso por un deseo desesperado de éxito… Creo que este peligro se ha visto agravado por la creciente introducción en la política y el Gobierno de ideas originadas en las ciencias sociales que prometen provocar un cambio social a través de la manipulación de lo que podría llamarse los procesos ocultos de la sociedad».

En este afán de promover una nueva visión del mundo, políticos, expertos e intelectuales anti-populistas han terminado imponiendo un esquema amigo-enemigo que ha polarizado a la opinión pública: el discrepante ya no es considerado un simple adversario político, sino el enemigo. Algo frente a lo que a su vez reaccionan con violencia los menos moderados del bando contrario. De esta forma, la polarización impuesta por los anti-populistas se retroalimenta, convirtiéndose en una profecía autocumplida.

Para mayor desolación, la Unión Europea parece haberse sumado a esta dieta de valores negativos y asumir con entusiasmo la dinámica amigo-enemigo, llagando a condenar no sólo a determinados gobiernos europeos sino a toda una nación por su negativa a asumir sus directivas. En Bruselas no entienden, o no quieren entender, que la principal razón por la que la cuestión de la soberanía nacional se ha vuelto tan importante es porque es en el contexto de la comunidad nacional que la mayoría de la gente adquiere significado. Así, el debate sobre la migración y las fronteras no es simplemente una disputa sujeta a un juicio moral; se trata sobre todo de una cuestión existencial mucho más profunda, de quiénes somos y cuál es nuestro lugar en este mundo. Lo mismo sucede con el género.

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