Palenque y la involución humana

Palenque

La ciudad maya de Palenque fue la ciudad precolombina mejor estudiada arqueológicamente por los españoles antes de la independencia de todo el territorio de la América española. Su estudio fue un poco anterior al de Wincklemann respecto a Herculano, Pompeya y Estabia, y la metodología empleada en Palenque por anticuarios como el santanderino, José Antonio Calderón de Guevara y Coz, teniente de alcalde mayor del pueblo de Santo Domingo de Palenque, el arquitecto de la Gobernación de Guatemala Antonio Bernasconi y el capitán Antonio del Río asentó, sin duda, las bases de la arqueología moderna, la arqueología como ciencia.

Las primeras noticias de las ruinas de Palenque deben fijarse en torno a 1734; es decir, antes de que Carlos VII de Nápoles se interesase por excavar las ruinas de Herculano, cuando el licenciado don Antonio de Solís se posesiona del curato de Tumbalá. Buscando campos buenos para el cultivo don Antonio de Solís descubrió el lugar llamado “Casas de Piedra”, en donde descubrió un enorme conjunto de edificios todavía en buen estado de conservación, ya que aún mantenían en su mayor parte las techumbres. Pero antes de que Antonio de Solís y su familia conociesen la existencia de estas ruinas, tenían sobrada noticia de ellas los propios indios que vivían en la zona. Sabemos que, por lo menos desde 1564, un fraile dominico llamado Pedro Lorenzo se había establecido en Ocosingo con algunos indígenas choles y lacandones, con quienes fundó una pequeña aldea que con los años daría al pueblo de Palenque.

Uno de los primeros españoles que se internó en la misteriosa ciudad de Palenque fue Esteban Gutiérrez de la Torre, acompañado de sus amigos Nicolás de Velasco y José Ordóñez. En una de las bóvedas de los grandes edificios abrieron con picos y barretas un hoyo, y por él se descolgaron los tres hidalgos españoles hasta una sala que medía 60 varas de larga y otras 60 de ancha. En ella había mesas y camas de piedra. Aunque eran soldados valientes, el miedo se apoderó de ellos –soldados bravos que nunca lo habían conocido-, observando que andando sobre el pavimento y golpeando en él sus bastones resonaba siniestramente a hueco abajo. Al volver a salir llegaron a la fácil conclusión de que quienes habían levantado tan colosales edificios, algunos tocados de cierto modelo grecolatino, no podían ser los muy atrasados indios que a la sazón vivían en el lugar y que apenas conocían la técnica de levantar una pequeña choza, viviendo en un salvajismo sobrecogedor. Aquella obra, de tanta sabiduría arquitectónica –conocían perfectamente la técnica del arco y la columna, aunque sin basa y capitel-, si no era obra de romanos, tenía que ser de cartagineses, y así llegaron los tres amigos a la peregrina tesis de que la ciudad de Palenque fue fundada por cartagineses, que buenos marinos –la tradición clásica decía que habían circunnavegado el África –marcharon a América antes de ser totalmente aniquilados por Roma. Del mismo modo José Antonio Calderón dirá en su informe a José de Estachería, gobernador y capitán general de Guatemala, que los indios del lugar vivían en un período técnico muy atrasado como para llevar a cabo a aquella proeza constructora que hubiese alabado el mismo Vitrubio, y lanza la misma leyenda que empezaba a circular, que grandes familias de la ciudad de Cartago vinieron a América. Entonces, ¿cómo explicar la desaparición física de sus fundadores y verdaderos habitantes? Estachería entonces manda a Palenque a su arquitecto Antonio Bernasconi con minuciosas “instrucciones” para el reconocimiento de las ruinas de la ciudad, en las que pide al arquitecto que inquiera por la antigüedad de las ruinas, por las causas de su destrucción y “exterminio de sus habitantes” –sin duda piensa en Herculano, Pompeya y Estabia-, o cuáles eran sus medios de subsistencia, sus vestidos, inscripciones, etc.

El informe de Bernasconi engrandece más a Palenque que el de Calderón, pues en él no sólo habla de la belleza de los grandes palacios y templos, sino también de las alcantarillas o canales, cubiertos con bóveda, espléndidas cloacas que recuerdan la Cloaca Maxima de Roma, construida “manu militari” por Tarquinio el Soberbio, el último rey de la monarquía romana. También señala que hay murallas mucho mejores a las de algunas ciudades de España y que las bóvedas de los edificios están cerradas a lo gótico. Aunque aquella ciudad civilizada contrastaba poderosamente con “lo indio” o no civilizado, Bernasconi es el primero que ve cierta semejanza física entre los indios reales y las imágenes de los relieves. ¿Y cómo explicar entonces “la degradación” de los indios a la sazón, que ni siquiera entendían aquella cultura tan superior a ellos? Respecto a las causas de la desaparición de sus habitantes, Bernasconi escribe a Estachería que la zona no es volcánica, que no hay huellas de asedio o destrucción bélica, sino que sus habitantes abandonaron la ciudad sin más, como si se los hubiera tragado la selva. Años más tarde, Juan Bautista Muñoz, atribuiría el hundimiento de la cultura de Palenque a la invasión de otros pueblos poderosos como podían ser los toltecas. El siguiente informe arqueológico –aún más completo– es el de Antonio del Río, que aún pone más de relieve la contradicción que existe entre el nivel cultural que tienen los habitantes del entorno y la sabiduría técnica que tuvieron que tener quienes levantaron aquella misteriosa e inquietante ciudad. Y se aventura para explicar “este imposible” con que quizás los griegos llegaron también a América. Parece que cualquier gran civilización podía haber levantado aquellos edificios, salvo los indios que vivían cerca del lugar. Esto no se puede achacar al eurocentrismo de los españoles sino al inexplicable atraso mismo de aquellos indios. De hecho si observamos con la lupa los dibujos de Ricardo Almendáriz, el dibujante que acompañó a Antonio del Río, copiados por Joseph de Sierra, utilizando la aguada como técnica para el sombreado, podemos llegar a la conclusión de que los indios que representan estos dibujos, vestidos con indumentaria fastuosa y delirantes gorros, son seres casi perfectos –y no mamarrachos, como diría el arqueólogo Antonio Pineda-, de medidas policleteas y gestos aristocráticos y muy elegantes, y mus distintos a los autóctonos que vivían a la sazón. Pero lo que nos lleva a vincular la etnia de los indios conquistados a los que levantaron tan maravillosas ciudades es la religión: cuando los españoles descubrían grandes piedras o esculturas que representaban algún ídolo solían colocarlas como adorno en las grandes plazas de las ciudades coloniales, pero tuvieron que dejar hacerlo y enterrarlas porque los indios iban en masa a adorarlos, porque los sentían familiares y propios de sus milenarias religiones, tal como ocurrió con la gran piedra que representaba a la diosa Teoyaomiqui, “monstruoso ídolo” en palabras de Humboldt.

Tampoco es ningún absurdo que los primeros arqueólogos españoles relacionasen algunas ruinas precolombinas con el Mundo Clásico. Así, alguna pirámide azteca se nos parece muchísimo a la pirámide-tumba del pretor y tribuno de la plebe Cayo Cestio en Roma.

América tuvo también su Edad Media, más bárbara, salvaje, cruel y degradante que la Edad Media europea –menos brutal y feroz gracias al vínculo que tenía la Iglesia con el Mundo Clásico-, en la que el hombre americano involucionó culturalmente de tal modo que olvidó totalmente la organización política y la tecnología requeridas para trazar y levantar ciudades como la maravillosa ciudad de Palenque. Y hoy yo siento la misma sensación inquietante del capitán arqueólogo Antonio del Río cuando visito un yacimiento arqueológico romano o prerromano en España, como es el Cerro de las Cabezas, en Valdepeñas. La humanidad no tiene por qué necesariamente evolucionar hacia el bien. La Historia nos enseña que también hemos involucionado hacia el mal. Que no nos engañe la digitalización de este mundo hodierno. Y, mientras, no descuidemos los pocos monumentos históricos que quedan de nuestros padres. Ese cuidado es el mayor antídoto contra la involución humana.

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