Tarde con Francisco Nieva

Martín Miguel Rubio

MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN

    Su secretario y excelente y sensitivo pintor, José Pedreira, me abre la casa del genial dramaturgo español, sita en una de esas casas decimonónicas que aún se mantienen en Concepción Jerónima, con inequívoco sabor francés, y toques del napoleónico Barón Haussmann. Educado y con modales exquisitos me lleva a un saloncito de mobiliario romántico, dividido en dos ambientes por dos esbeltas columnas, un poco inglés con algún toque del estilo emperatriz Eugenia, en el que me espera el más grande escritor español vivo, Francisco Nieva, por quien la Real Academia Española debía pedir a Estocolmo el Premio Nobel. Claro, que como ahora no entran en la Academia escritores ( moda muy curiosa ), quizás la Academia no vea en esto una de sus funciones. Menos mal que aún queda el propio Nieva en la Academia, Brines, Pere Gimferrer y algún otro escritor.

Nieva es un joven de ochenta y nueve años con una memoria prodigiosa, en donde los recuerdos de su propia biografía desaforada se mezclan y entrecruzan con las historias y personajes ya inmortales de su ciclópea obra literaria. En Venecia Nieva estuvo enamorado de la preciosa condesita Adriana Marcello, de una belleza tan sublime que aún hoy a Nieva le rezuman sus grandes ojos negrísimos al recordarla. Adriana era una entendida consumada de la ópera, y un error en una apreciación sobre ésta la malquistó con su padre para siempre, el gran conde Marcello. Cojeaba un poquito debido a una traidora poliomielitis que sufrió de niña. Aunque no se ha casado nunca, tuvo un tormentoso idilio con un americano snob, oportunista y malvado que le hizo mucho daño. Tal como me lo cuenta Nieva, podríamos conjeturar que también la linda condesita tuvo una historia de amor con él.

Me siento en una gran mesa redonda y me enseña lo que estaba viendo cuando llegué: una especie de álbum de espléndidas fotografías, editado por la Comunidad de Madrid, sobre la representación de la obra Tórtolas Crepúsculo y…Telón. Los colores de los trajes de los actores por sí solos te llevan al alegre cromatismo optimista de los Años Veinte, que el blanco-y-negro del celuloide de la época nos ha adulterado y confundido. Soberbia plástica de la escena. Jovial exuberancia de policromía. Colores delirantes, colores que te transportan a otras dimensiones en el marco de un teatro valiente, desafiante y genialmente incómodo, como es el gran teatro de quien es hoy el mejor escritor español. El vestuario de esta obra, en ese momento protagonizada por la gran Esperanza Roig, es realmente magnífico y variegado. Trapezzia, Zemira, Camila, Opal, Ramadea, Senedián, Cayo Marzio (¡qué gran guiño a Shakespeare!)…sus vestidos nos transfieren a otra dimensión en que cabemos todos, a un horizonte inédito en esta “sobrecomedia”.

Las poderosas raíces del alma de Nieva se nutren aún hoy de la savia familiar, que le prestan esa fácil capacidad fabuladora que con tanta envidia admiramos. Nieva fabula historias como quien respira. El artefacto en donde se aloja su poderosa imaginación diríase que tiene vida propia, que es un autómata, que saca historias literarias una tras otra con la naturalidad de un corazón que late, o unas piernas que andan, sin esfuerzo, casi arrogantes y desaprensivas, con el desparpajo que tiene siempre la fuerza. Es que Nieva es un fenómeno de la Naturaleza. Crear en él es una actividad ordinaria y cotidiana. El espíritu religioso, la moral rigorista, y un amor muy acendrado al teatro y a la música constituyen rasgos importantes de su familia, que sin duda han estructurado su mundivisión. Sobrino del ministro radical-republicano Cirilo del Río, su madre tenía siempre dos entradas para ver todos los estrenos de teatro que se representaban en Madrid, y allí iba siempre el pequeño Francisco con su madre y su tía, que le sentaban siempre entre ambas, y que hipnotizado desde siempre por la magia del teatro veía las funciones sin decir ni pío. Su padre le regaló un teatrillo de madera con muchas figuras y tramoya, y recuerda aún cómo sentado en las rodillas de su progenitor representaban lo que su imaginación dramática les sugiriese. Su valor moral de artista que cree en su propio teatro puede también devenir de la ciudad heroica en donde naciese, Valdepeñas, emporio vitivinícola, orgulloso de su techo glorioso bajo cuyos pámpanos el dios alegre vivaquea. Valdepeñas sabe ser valiente y delicada. Supo machacar la desaprensión francesa de la fuerza y, a la vez, ofrecer a los grandes novelistas franceses románticos los mejores mostos del mundo.

De su abuela materna tiene recuerdos ambivalentes, pues en ocasiones se había metido con su adorada madre. En algunos momentos la abuela llamó a su hija “putilla” por el simple hecho de arreglarse con buen gusto la cabellera y ser bella. La hija nunca se lo perdonó a su madre, y cuando ésta murió, la madre de Nieva en la habitación que estaba encima del cuarto en donde se había colocado el féretro con la abuela, zapateó sin piedad un baile telúrico y vindicativo, comunicando a la muerta seguramente en los intermundia por donde cruzaba su taciturno y largo malestar. Un baile que en sí representaba ya un teatro religioso, un auto sacramental, una coreografía proyectada al más allá, un pequeño castigo escatológico, una antropodicea resuelta en furioso taconeo, una dramaturgia danzante que recuerda los orígenes terapéuticos y apotropaicos del teatro romano, cuando se conjuraba la peste asoladora con danzas y canciones etruscas. El teatro en Nieva circula por su sangre de genialidad azur.

En la conversación – no sé por qué – salió Bergamín, y en seguida le comenzó a brillar de admiración su mirada negrísima. “Qué gran poeta de poesía popular. Qué gran poeta fue, aunque olvidado. Le gustaba mucho el cocido madrileño, y nos solíamos ver en el afamado Restaurante La Bola”.

–         Tienes mucha razón, Martín-Miguel, cuando relacionas mi teatro con los Autos Sacramentales de Valdivielso, Agustín Moreto o el propio Calderón. Todo Nosferatu, de arriba abajo, es un gran auto sacramental. Recuerdo que cuando terminó la función me vino a ver con lágrimas en los ojos Vicente Aleixandre. “Este es el teatro, Paco, que quiso hacer la Generación del 27, el que tanto amaba Lorca.”

–         De todos modos, su teatro, Paco, entronca más con el teatro de la primera época de Lorca, aquél de la Zapatera Prodigiosa, el Público, Así que pasen cinco años, o Amor de Don Perlimplín con Belisa en su Jardín, que con el de las últimas obras lorquianas, como Bodas de Sangre, Yerma, o La Casa de Bernarda Alba, más naturalistas que de vanguardia.

Paco Nieva tiene un perro medio pekinés, Tirso, un poco exigente, y Chufa, una gata señorial y pacífica, vieja marquesa displicente. Los dos animales se llevan muy bien, pugnan por ganarse el cariño de su dueño, y da la sensación de que en esto gana la gata. Pero los celos que pudiera tener Tirso caen en un corazón estoico, generoso y sufrido. Tirso tiene una mirada de perro bueno.

Diríase que Nieva, en su papel de académico, anda un poco descontento, hirsuto y tristón, con la política de pasillos sombríos y tenebregosos que se hace en la Real Academia Española para elegir a los nuevos académicos, que parece está convirtiendo el hecho de pertenecer a la Casa más en un premio político por los servicios prestados al Régimen que por los méritos literarios o creativos, que no existen, claro. “Esto nos hundirá el poco prestigio que ya tenemos. Todavía perseguir a Garzón no constituye un mérito literario, sobre todo porque no se ha traducido a una novela cinegética jenofóntica.” Desde luego conseguir una RAE sin escritores es otra de las grandes hazañas épicas del juancarlismo.

Francisco Nieva también quería hablarme de su Carlota Basilfinder, cuya representación próxima estoy preparando con los alumnos. Nieva escribió esta obra en una sola noche tras haber asistido a la representación en Oslo de una de las obras espectrales, misteriosas y fantasmales de ese genio sueco, atormentado, loco y lúcidamente oscuro que fue Johan August Strindberg. La literatura escandinava siempre tiene un halo de melancolía siniestra y lúgubre desde el Hávamál que cantaban los godi en el siglo X y el propio Snorri.

–         ¿Y la alumna que hace de Carlota es guapa?

–         Es muy guapa. Se llama Almudena.

–         Debe aparecer en la primera escena con un chubasquero, cuya capucha le circunde su cara pálida y ovalada. Tiene que estar muy guapa.

–         Eso será fácil de conseguir. La niña es guapa.

–         Y su vestido en la última escena debe ser muy elegante. No estaría mal que ella misma corriese las cortinas, y el público pudiese ver el gabinete mortuorio mediante maniquíes vestidos.

Y yo pienso que tal como andamos de dinero en estos tiempos, podíamos coger a unos niños hieráticos que hiciesen de maniquíes muy bien vestidos.

Toda la casa de Nieva es un museo de objetos inclasificables, huellas sentimentales de la biografía del autor egregio, itinerario tangible del artista. Una carroza de nuestro Siglo de Oro, el cofre de un capitán francés de la Guerra de la Independencia, la chimenea de hierro en donde posó para uno de los mejores fotógrafos de la época la hermosa espía holandesa Mata Hari ( esto es, Margaretha Geertruida Zelle, cándido mármol de Paros caliente, nunca gastado por malos amantes ),  una veleta con figura humana o quizás hombre estafermo de tamaño natural, que tiene embrazado un escudo en la mano izquierda y en la derecha una correa con unas bolas pendientes, una foto del cura que levanto “El Jardín del Cura” en Elche, dibujos y cuadros de grandes pintores representando a Nieva en diversas edades y poses,… y libros, miles de libros que ponen a prueba la resistencia de las viejas vigas de la casa. El piso de Nieva es una proyección del alma creadora de Nieva.

Tirso comienza a ladrar. Es la hora de su paseo diario. Las dos horas y media se nos han pasado en un abrir y cerrar de ojos. Uno se siente emocionado de haber estado unas horas junto a un gran hombre, humilde y de exquisitos modales, como todos los verdaderamente grandes, amigo más de escuchar que de hablar, de infinito valor indesmayable en su coherencia en el teatro y en el resto de sus escritos literarios.  El mejor escritor español de una España que se resiste a desaparecer a poco que penetremos en su literatura, desde La serrana de Palencia, de Valdivielso, a No sé cómo decirlo, de Francisco Nieva, desde la moral antifarisaica de Sem Tob de Carrión hasta las morales posibles y coexistentes de Francisco Nieva. Me ayuda a ponerme el abrigo, y nos despedimos con un abrazo en el que intento expresar toda mi admiración por alguien infinitamente superior a Darío Fo y a otros muchos a los que se les concedió por muchísimo menos el Premio Nobel, bien arropados por los estados en que nacieron. El buen Dios ( no el de Sartre ) dirá. Me despido también, ya en la calle, tras un pequeño paseo, de José Pedreira, magnífico pintor y culto artista. A la sazón está pintando un precioso cuadro surrealista alusivo a la obra del también gran pintor de la España colonial, José Hernández, recientemente desaparecido. También está haciendo un conjunto de cuadros relacionados con los mártires y, a la vez, protagonistas de la Revolución Francesa, cuya exposición será un éxito seguro.

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