El mito de las listas abiertas

Jorge de Esteban

JORGE DE ESTEBAN.

Ante la corrupción que arrastra a España al borde del caos, muchas voces exigen una urgente y necesaria regeneración. Ahora bien, si hubiese que buscar la causa principal de esta aberración que padecemos, no sería otra sino el fortalecimiento cada vez mayor de la partitocracia en nuestro país. Consiste ésta en que la autonomía o la independencia de las instituciones del Estado desaparece a favor de las oligarquías de los partidos políticos, que deciden no sólo el nombramiento de los miembros de las instituciones, sino que hasta condicionan el funcionamiento y las decisiones de las mismas. De este modo, los ciudadanos se encuentran marginados del proceso de la toma de decisiones caracteriza a una democracia. Por de pronto, cabría afirmar que en España existe una “democracia sin el pueblo”, lo que es una contradicción en sí misma.

En consecuencia, se piensa que una de las medidas necesarias que habría de tomarse en el futuro es la ineludible reforma electoral y, más concretamente, la adopción de listas abiertas para elegir a los parlamentarios. En la actualidad los electores optan más que eligen, puesto que se ven obligados a votar las listas cerradas y bloqueadas que presentan cada partido. Ni pueden votar a candidatos de diferentes partidos, ni tampoco pueden modificar el orden establecido por las camarillas de cada partido. Sea lo que fuere, se piensa que la adopción de las listas abiertas, es decir, ofreciendo a los votantes la posibilidad de poder elegir a los candidatos que uno quiera, con independencia del partido en que estén inscritos, acabaría con el monopolio antidemocrático que ejercen los jerarcas de los partidos cuando elaboran las listas. En su lugar, se dejaría que fuese el elector quien tuviese la posibilidad de escoger a los candidatos más adecuados, estén o no en la lista de su partido preferido. El deseo es encomiable, pero peca de ingenuidad por su naturaleza utópica, según paso a explicar.

Antes de nada, debemos tener presente que fundamentalmente existen dos sistemas electorales: el mayoritario uninominal y el proporcional. El primero es típico de países anglosajones y significa que un país se divide en tantas circunscripciones como escaños debe elegir, teniendo en cuenta que en cada circunscripción se elige a un solo diputado, que es el que obtiene el mayor número de votos. Este sistema tiene ventajas e inconvenientes. Su mayor bondad consiste en que facilita el vínculo que debe existir entre los representantes y los representados. Dicho de otro modo: para que la representación sea auténtica es necesario que exista un idemsentire, el cordón umbilical que une a los electores con los elegidos. Para conseguir tal identificación hay dos vías: una primera es la identificación con un partido, esto es, se vota al partido X porque se está de acuerdo con su ideología o con el programa electoral que presenta en cada momento. Y la otra es la identificación con una persona, a causa de que se conocen sus atributos, cualidades, valores, todo lo cual que le hacen merecedor de que muchos le voten, incluso por encima de una ideología precisa. En este sentido, el sistema uninominal es más completo que el proporcional, ya que ofrece al elector esa vía doble de identificación: un candidato en concreto y el partido al que éste pertenece. Además existe una mayor cercanía de cada elegido, a ser el único representante en una circunscripción, lo que facilita las reuniones con sus electores.

Por el contrario, en los sistemas proporcionales la única manera de conseguir la identificación entre elegidos y electores es pertenecer a un partido concreto, puesto que se votan partidos y no personas. A veces se puede lograr que el elector se identifique con una persona que normalmente es el líder de cada partido o también, en algunos casos, con candidatos que formen parte de la lista de cada circunscripción. Pero semejante posibilidad sólo resulta posible en circunscripciones pequeñas donde no haya muchos candidatos. En distritos electorales como Madrid o Barcelona, es muy difícil que los electores, al menos su inmensa mayoría, conozcan a cada candidato de la lista, pero, en cambio, lo que conocen seguro es al partido que los engloba a todos.

Por consiguiente, el sistema proporcional, que es el que establece nuestra Constitución para elegir a los 350 parlamentarios que forman el Congreso de los Diputados, condiciona que el elector vote la lista de los partidos, como vienen señalados en la misma, ya que no puede ser de otra manera, a efectos de poder distribuir los votos proporcionalmente entre las diferentes listas.

El segundo argumento en contra de las listas abiertas radica en que este método de atribuir los escaños comportaría, de llevarse a cabo de forma radical, un Parlamento enormemente fragmentado, es decir, un mosaico de partidos que harían ingobernable a la Cámara. Es más: la experiencia nos enseña que este sistema no parece viable en España por dos razones. En primer lugar, porque en España, a causa de la representación proporcional, se votan tradicionalmente a partidos y el vínculo de identificación para conseguir la autenticidad de la representación se basa en votar partidos y no a personas, con las excepciones citadas. Pero hay una segunda razón que nos indica que el elector español, aunque no esté vigente el sistema proporcional, se identifica siempre más con partidos que con personas. Como es sabido, el sistema de listas abiertas está vigente, a diferencia de lo que ocurre en el Congreso de los Diputados, para la elección de los miembros del Senado. Cada elector debe votar a tres candidatos a senadores en cada circunscripción electoral, que vienen incluidos por partidos en una papeleta única. Así, es posible votar en el Senado a un candidato del PP, a otro del PSOE, y a otro de UPyD. Sin embargo, este tipo de comportamiento se da en muy pocos electores, ya que lo que prima es que éstos voten a los tres candidatos del mismo partido. El ejemplo más claro de la forma de actuar los electores nos lo ofrece el caso del controvertido ex tesorero del PP, Luis Bárcenas. Muchos ignoran que encabezó la lista de candidatos al Senado en la circunscripción de Cantabria, aunque él es de Huelva, es decir, en Santander no lo conocía prácticamente nadie. Sin embargo, salió elegido dos veces, porque era el primero de la lista. Estos electores, si hubiesen sabido quién era el señor Bárcenas y lo que iba a significar para nuestra política, no lo hubieran elegido. Pero es igual, porque los electores votaron al partido y no a la persona. Esta es una demostración de que los ciudadanos votan a un partido, sea en el Congreso (listas cerradas y bloqueadas), sea en el Senado (listas abiertas), para que los representen. Otra cosa es si los representantes están obligados a mantener lo establecido en sus programas electorales o, como ocurre con el Gobierno actual, se puede decir digo donde dije diego. Pero es otra cuestión.

En definitiva, las listas abiertas no son el antídoto para curarnos de la partitocracia. Hay otros remedios: exigir que el funcionamiento de los partidos sea democrático; que haya una transparencia en su funcionamiento; que se elijan a los candidatos por medio de primarias, en las que podrían votar todos los militantes de cada circunscripción; que exista alguna forma de control, una vez confeccionadas las listas, para evitar que no se presenten candidatos de dudosa respetabilidad; que se imponga una limitación de mandatos, a efectos de que no haya “empleados” en los partidos que se eternizan en todas las elecciones; o, en todo caso, adoptar en España el sistema mayoritario uninominal, pues a grandes males, grandes remedios. En suma, sólo se conseguirá acabar con la partitocracia cuando los ciudadanos obliguen a los políticos y la democracia secuestrada se restituya al pueblo.

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