El rencor

El rencor es una quemante ascua interior, a veces medio apagada, que al menor soplo se aviva y prende con facilidad la destructora hoguera del odio.

Es un veneno que viaja diluido en la sangre y se desliza lento por las acequias de las venas, aflorando, cada cierto tiempo, por el brocal de las miradas, de las palabras, de los gestos y de las acciones.

Nunca vive en paz el rencoroso. Digno de lástima, es un lamentable personaje casi siempre obsesionado con el objeto de su rencor. El rencoroso tiende a la venganza, y por donde pasa perturba convivencias, incomoda amistades, desazona conversaciones y destila una insidiosa ponzoña que queda flotando en el ambiente durante bastante rato.

El rencor es mal negocio, tanto para quien lo tiene como para quien lo recibe. Y en eso se diferencia de la envidia, que sólo es mal negocio para quien la siente, porque el envidiado ni se entera. La envidia, en el fondo, es admiración hacia la persona envidiada. Pero el rencor, en el fondo y en la superficie, es una forma del odio. Y como tal, es un maligno y contagioso sentimiento de ida y vuelta: el odiador genera odio, y sobre él acaba cayendo, antes o después, el odio del odiado. Y todo termina por convertirse en una maraña de odios muy difícil de desliar.

El rencor es, digamos, odio intermitente.

Entre otros, hay rencores personales, hay rencores sociales y hay rencores históricos. En España siguen vivos, ochenta años después, los derivados de la Guerra Civil de 1936. Vivos y avivados por un gobierno de irresponsables.

Con la Transición, la ley de Amnistía, los Pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978 pareciera que se calmaban o atenuaban los rencores históricos entre los españoles, y pasaban, adormecidos, al ámbito del dolor privado y discreto, que es donde deben estar.

Pero hete aquí que, en el 2004, llegó a presidente del Gobierno el socialista Rodríguez Zapatero, aquel iluminado. Y a cuenta de que a su abuelo lo habían matado cuando la guerra, veintitantos años antes de que él naciera, impulsó toda una serie de iniciativas y declaraciones (Ley de Memoria Histórica, etc.), y creó un ambiente que tuvo como consecuencia el reavivamiento de los viejos rencores, que se hizo patente en la famosa guerra de las esquelas, en una crispación política sin precedentes, y en una subida irritación social con duros enfrentamientos verbales que parecían cosa de otra época, y olvidados. Zapatero, gran demagogo, gran irresponsable, gran reavivador de odios y rencores.

Rencores políticos, rencores históricos: el rencor tiene las patas muy largas, y, como una enorme raíz subterránea, avanza por los años, cruza las décadas y brota con flores tardías, podridas de revancha, en la “memoria histórica” de los nietos de los derrotados.

Porque todo el revival que se produjo entonces y se reactiva ahora con el nuevo partido Podemos, de fosas, fusilamientos, placas, tapias, estatuas y cunetas tiene un evidente y alto componente de revancha.

Quieren remover las aguas del pasado, que, mientras no se invente la máquina del tiempo, son irremovibles. Quieren dar la vuelta al jersey del tiempo. Quieren remontar, río arriba, las aguas de la historia para adaptar a su gusto, distorsionar y falsear lo que ocurrió. Pero ya dejó escrito Ortega y Gasset que “la Historia tiene de río que no sabe andar para atrás”.

Ponen a todas sus acciones los rótulos o caretas de justicia histórica, memoria histórica y similares. Pero tras esa careta, que no engaña a nadie, está el auténtico rostro que los anima: el rostro de la revancha y del rencor.

Cual iconoclastas bizantinos de hace casi mil quinientos años, o modernos talibanes derriba-estatuas (cuya mentalidad es también de hace mil quinientos años, o prehistórica), animados por idéntico espíritu censor, se afanan por borrar las huellas que dejó la Historia: suprimen esculturas, quitan placas, retiran iconos, borran inscripciones, cambian nombres de calles y llegan al ridículo extremo, tan patético, de revocar los nombramientos honoríficos que otros hombres, y otra época, dieron a personas que ya están enterradas, y que son pasado: ¡valientes soldados del rencor luchando heroicamente y triunfando frente a un ejército de cadáveres!

El paso siguiente, cuando ya no queden estatuas que derribar, placas que quitar, nombres de calles que cambiar ni honores que revocar, será meter fuego a los libros en los que ponga lo que a ellos no convenga o guste. Ya los vienen quemando también, sutiles inquisidores, en la hoguera del olvido, del ninguneo, de la censura o de la prohibición. Recuerden que hace unos años el Ayuntamiento de Sevilla, socialista, prohibió un acto de homenaje al gran escritor Agustín de Foxá porque no les gustaba su ideología. Como cuando Franco, pero al revés. Ahora la han tomado con Pemán, al que se permiten llamar “asesino”, y etc., etc.

Antes, habían hecho amago, ¡qué magnífico esperpento!, de encausar, por crímenes contra la humanidad, a todo un desfile de fallecidos: quizá hasta pensaron, ¡quién sabe!, desenterrar los ataúdes y colocarlos, alineados, en el banquillo de los acusados, previo paso por el registro de los juzgados.

Los muertos de la historia (y nuestra Guerra Civil es ya historia) nos enseñan, nos debieran enseñar, a no repetir viejos errores. Admiramos sus hechos heroicos. Nos entristecemos con sus padecimientos. Nos fascinan los acontecimientos que protagonizaron. Pero ellos pertenecen ya a dos ámbitos, y deben vivir allí: al ámbito de las investigaciones, de los documentales y de los libros de Historia, y (si están cercanos en el tiempo) al ámbito del recuerdo, del dolor y del amor de los suyos.

Sin embargo, entre esos dos espacios, existe un territorio, digamos como de relleno, que es donde de ninguna manera deben vivir. Ese relleno está formado por la manipulación política de tales muertos; por los aprovechados que buscan notoriedad y subvenciones, y por los rencorosos de que hablamos, siempre mirando hacia atrás, en vez de hacia adelante, para manchar las páginas de los periódicos y los medios de comunicación con su odio y con sus infructuosos e imposibles anhelos de ganar una guerra ochenta años después de haberla perdido.

Pues bien. Uno cree que todo ese relleno es lo que sobra aquí. Está ya fuera de lugar, fuera de espacio y fuera de tiempo. Y sólo sirve de pasto para alimentar envenenadas trifulcas políticas y ridículos intentos de venganza, que es un plato que se sirve frío, pero no congelado y fosilizado en los témpanos de la Historia.

No cesa el rencor a ochenta años del final de la guerra civil entre españoles, a cuarenta y uno de la muerte de Franco. “Las guerras civiles duran cien años”, escribió Gregorio Marañón. Y si de vez en cuando, como en estos tiempos, pululan los atizadores de las llamas, puede que duren bastante más de un siglo.

Y no cesará el rencor mientras los unos se consideren mejores que los otros, o los otros mejores que los unos. No cesará mientras los unos y los otros vayan quitando o poniendo placas y estatuas o cambiando nombres de calles según corran los tiempos. No cesará mientras no admitamos todos, de una vez, que quizá los de enfrente tenían su parte de razón. Y que la violencia final en que degeneró todo, en las dos zonas, no fue el triunfo ni la derrota de nadie, sino el estrepitoso, ruidoso, vergonzoso y tristísimo fracaso de todos. De todos los españoles.

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