La Eurocracia y los consumidores

Juan Ramon Rallo

JUAN RAMÓN RALLO.

La construcción del «megaestado» europeo fue desde el comienzo un proyecto de ingeniería social dirigido a recortar libertades y apuntalar el poder de la casta política sobre la sociedad. En pocas palabras: la búsqueda de economías de escala en la tarea de rapiñar al ciudadano. Por si no tuviéramos suficiente con las delirantes discusiones en torno a un presupuesto comunitario hiperinflado y que debería someterse a recortes infinitamente mayores a los propuestos por el más valiente de los líderes nacionales (David Cameron), la semana pasada la Comisión Europea volvió a exhibir su lado más matonil y antiempresarial al imponer una sanción de casi 1.500 millones de euros a siete fabricantes de televisores por formar un cártel.

Según Joaquín Almunia, entre 1996 y 2006 Samsung, LC, Philips, Panasonic, Toshiba, Technicolor (Thompson) y Chunghwa pactaron precios y regularon las cantidades ofertadas de tubos de rayos catódicos –componente básico empleado en la fabricación de los antiguos modelos de televisiones y de pantallas de ordenadores–, lo que, a su entender, encareció notablemente el producto final y retrasó la adopción de nuevas tecnologías como el plasma o el cristal líquido. Tan nociva se ha reputado la estrategia colusoria de estas compañías que, como decíamos, la Comisión ha decidido sancionarlas con 1.500 millones de euros (omitimos todo el gasto litigioso en el que estas compañías habrán incurrido y que,atendiendo a los antecedentes, bien podría suponer otro tanto): una cantidad en absoluto despreciable que equivale, por ejemplo, a dos tercios del gasto anual de Apple en I+D o a la mitad del de Google.

¿Un cártel invencible?

Muchos considerarán que tamaña sanción administrativa está absolutamente justificada por el daño que han infligido a los consumidores, pero no deja de resultar paradójico que el principal beneficiario de ese daño no sean los propios consumidores a modo de resarcimiento sino las arcas de la Comisión. No menos paradójico, con todo, que el hecho de apelar a un insuperable cártel cuando mayoristas tan importantes como Sony, Sharp, Pioneer o Hitachi no formaban parte del mismo. ¿Acaso los consumidores, al verse acechados por los precios artificialmente elevados de Panasonic o Samsung, no tenían la opción de, digamos, escoger las marcas no cartelizadas y, por tanto, presuntamente más baratas del estante de al lado? Habiendo empresas fuera del cártel, nada tan sencillo como ejercer la soberanía del consumidor escogiéndolas y penalizando a aquellas otras que se empeñaban a vender a precios disparatadamente altos.

Imagino, empero, que semejantes circunstancias no entraron en el análisis de nuestros iluminados eurócratas, obsesionados en ajustar la dinámica realidad de los mercados a modelos tan caducos y poco explicativos como el de competencia perfecta. La sanción no es tanto por el daño infligido cuanto por la osadía de desafiar las estrechas entendederas de la legislación antitrust comunitaria formando, oh anatema, un cártel “de manual”, en palabras de Joaquín Almunia; un cártel tan devastador y difícilmente vencible que, como ya hemos dicho, el consumidor sólo tenía que escoger a Sony en lugar de Panasonic.

Con todo, el auténtico despropósito de la multa no reside en que, en última instancia, el consumidor pudiese burlar muy fácilmente el cártel, sino a que un cártel puede ser (insisto en el puede ser, no necesariamente tiene por qué serlo) una estrategia empresarial que, aunque aparentemente perjudique al consumidor a corto plazo, lo esté beneficiando en el largo plazo. Al cabo, un cártel no es más que una fusión reversible entre empresas, y es evidente que las fusiones pueden reportar grandes ganancias al consumidor (vía mayores economías de escala, unión de equipos investigadores, eliminación de duplicidades o racionalización de los excesos de capacidad).

Las razones de fondo del cártel

Pongámonos en el caso extremo de que todos los mayoristas de televisores hubiesen formado un cártel en un mercado que, como el de tubos de rayos catódicos, se encontraba en declive y donde, por tanto, no cabía esperar que se creara ninguna nueva empresa ajena al cártel para vender esa mercancía a un precio más asequible (nótese que si el sector no estuviera en declive, bastaría con que cualquier capitalista creara una nueva empresa en ese sector y vendiera a precios más bajos que los del cártel, quedándose así todo el mercado). En este restringido contexto, ¿podía un cártel ser beneficioso para los consumidores? Sí, podía serlo.

Precisamente porque la industria de tubos de rayos catódicos estaba en declive y presentaba excesos de capacidad, la manera lógica de minimizar las pérdidas y de facilitar la desinversión en el sector pasaba por una coordinación entre todos los proveedores para evitar que uno inundara el mercado en perjuicio de todos los demás. Repartirse un mercado saturado cuyas ventas van a decrecer año tras año es la manera más sensata de evitar una guerra civil donde todas las compañías salgan perdiendo; del mismo modo que un teatro en llamas hay que evacuarlo en orden y no apelotonadamente, de una industria moribunda hay que salir del modo menos caótico posible. Los mismos que desdeñosamente repiten una y otra vez que los mercados se rigen por la ley de la selva y por sus tendencias autodestructivas son quienes luego se escandalizan al descubrir que no, que en los mercados también existen herramientas cooperativas que limitan el ámbito de la “competencia salvaje”.

Claro que, en apariencia, la cooperación entre las empresas se produce en este caso con el objetivo de trasladarles sus pérdidas potenciales a los consumidores. Pero, ¿es ésa toda la historia? Póngase en la piel de un empresario: ¿su inversión resultará más o menos arriesgada si sabe que, cuando la demanda de sus productos languidezca, no dispondrá de una razonable estrategia de salida que le permita minimizar sus pérdidas? Obviamente, más arriesgada. ¿Y qué hará para cubrirse frente a esos mayores riesgos? O invertir menos en la empresa o vender sus productos a un precio más elevado (de modo que compense las mayores pérdidas futuras con más elevados beneficios presentes). En el primer caso (menor inversión) la oferta de su mercancía caerá, con lo que su precio subirá; y en el segundo, el precio por unidad directamente se incrementará (con lo cual, también venderá menos). Si, por el contrario, usted sabe que sí dispondrá de una estrategia de salida, sentirá cómo el riesgo de su inversión se reduce y se mostrará dispuesto o a invertir más (a producir más) o a vender más barato.

La normativa antitrust de la Comisión Europea, y más en concreto está sanción a los fabricantes de tubos de rayos catódicos, es una forma de cerrar la más razonable de las estrategias de salida: la cooperación entre todos los empresarios afectados por el declive de su sector para proceder a desinvertir de manera ordenada. Si la Comisión tiene éxito a la hora de proscribir estas prácticas, el futuro que nos espera es uno con menos innovación y precios más altos para los nuevos productos, por cuanto sus fabricantes tratarán de cubrirse del riesgo de su repentina obsolescencia (riesgo que, en sectores tecnológicos, es muy considerable) del modo ya analizado.

Al final, por tanto, se trata de escoger entre disfrutar de precios más bajos durante las fases de crecimiento-madurez del producto y de precios más altos durante las de declive, o de precios más altos durante las de crecimiento-madurez y de más bajos durante la de declive. ¿Qué es mejor? No existe una respuesta universalmente válida, aunque la preferencia temporal y el aprovechamiento de las economías de escala parecen sugerir la primera opción. Así, de hecho, lo han escogido (inconscientemente) los consumidores en la industria analizada (podrían haber comprado televisores caros durante las fases de crecimiento-madurez y baratos durante la de declive), pese a lo cual la Comisión castiga al sector con pauperizadoras sanciones milmillonarias para obligarle a ir en la otra indeseada dirección. Al final, pues, la legislación de defensa de la incompetencia se muestra fiel a sus orígenes: no es una normativa dirigida a proteger a los consumidores, sino a subvertir el éxito de las mejores compañías en privativo provecho de un mayor control político y del resto de ineficientes empresarios.

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