La historia de España no es la que es

España

Todos recordamos aquel tiempo en que Televisión Española estaba controlada por los socialistas, no diré que con nostalgia, pero sí con la impresión de que entonces resultaba mucho más fácil interpretar el lenguaje simbólico del medio y la política de adoctrinamiento del ente público: progresismo de salón, postureo antifascista, deconstrucción de valores de la España de Franco y aceptación de todos los clichés habituales de la Leyenda Negra con un celo de converso que habría hecho las delicias de un Voltaire o, como poco, de los intelectuales afrancesados que asesoraban a Carlos III sobre el mejor modo de llevar los asuntos de sus colonias de la Nueva España. Este catecismo mediático se mantuvo incluso durante los años en que gobernaron la UCD y el Partido Popular, y todavía hemos tenido ocasión de ver muestras del mismo durante los primeros años de Mariano Rajoy.

Sin embargo, quien busque en estos tiempos una muestra de semejante guía de estilo en la Primera o en la 2, se va a tener que armar de paciencia. No sólo ha desaparecido el antifranquismo banal, destinado a intelectuales del Régimen que durante la Transición buscaban su propio fast-track de reconversión a la democracia -de hecho, si han estado últimamente viendo libros en la FNAC, se habrán fijado en que Paul Preston ya solo publica tebeos sobre la Guerra Civil, destinados al tipo de lector que se pueden imaginar-. Además, la pequeña pantalla se atreve a obsequiarnos de vez en cuando con producciones que hace pocos años habrían sido laminadas por la censura post-felipista. En algunas series ambientadas en los años 40 y 50, como esa horterada de los almacenes Velvet, incluso se atreven a suprimir los elementos de crítica explícita a la oprobiosa dictadura de Franco.

¿Qué quiere decir todo esto? ¿Se traen algo entre manos Mariano Rajoy y sus paniaguados en TVE? ¿Acaso el régimen del 78 ha entrado en decadencia? Esto lo sabíamos desde hace años. La sorpresa radica en comprobar que la élite que dirige el país también sea consciente de ello y vea la necesidad de reeducar a la ciudadanía para una especie de cambio. Es posible que algunos aspectos de esa horrenda serie de televisión titulada «El Ministerio del Tiempo» puedan interpretarse en esa línea.

Vamos por partes. Para empezar, ahora resulta que la historia de España es la que es, y no se puede cambiar. Ni siquiera la forma de contarla: lo que fue, eso es y será siempre en el celtibérico relato. Todo aquel que por un resbalón de la fortuna o mediante viajes ilegales en el tiempo quiera sembrar el caos en los anaqueles de la sección de historia de la Casa del Libro o la FNAC, se las verá con un equipo de intrépidos temponautas despachado por el Secretario de Estado Salvador Martí y que responde de manera ejemplar al concepto de estado plurinacional pergeñado por Pedro Sánchez: un sanitario de Madrid, un soldado sevillano del Siglo de Oro y una señorita catalana de la Renaxença.

Si hay alguien que aún está convencido de que en la historia de España hay cosas que podrían haberse hecho mejor ya puede ir quitándoselo de la cabeza. No le van a dejar. Así se trate del propio Felipe II. La Armada Invencible pasó de largo por las costas de Inglaterra, Franco ganó la Guerra Civil y punto pelota. Ni siquiera es posible volver hacia atrás para salvar a Julián Martínez de su trágica muerte en la batalla de Teruel, que consigue cabrear al espectador tanto como la de Han Solo en la última e infame entrega de Star Wars.

Inútil insistir sobre lo conservador del mensaje: España vuelve a ser una unidad de destino, si no en lo universal, al menos en lo temporal. Muchos otros elementos del guión también parecen haber sido escogidos por su carácter simbólico. Es un rabino judío el que entrega el Libro de las Puertas a la reina Isabel la Católica -siendo muy mal pagado por ello, dicho sea de paso-, lo cual pone al descubierto un entramado de pasadizos mágicos que conectan todas las épocas de la historia patria, desde Atapuerca hasta el reinado de Felipe VI (pero extrañamente no hasta el de Leonorín I).

No es arbitraria la selección de momentos en los que el Ministerio del Tiempo se ve forzado a intervenir: la Armada Invencible, el Siglo de Oro, la invasión napoleónica, el encuentro de Hitler y Franco en Hendaya… Todos ellos representan episodios cruciales de nuestra historia, sobre los cuales se han vertido acequias de tinta y de los cuales, por extraño que parezca, todavía no tenemos una crónica justa por efecto de la Leyenda Negra o las distorsiones ideológicas de la Institución Libre de Enseñanza. Tarde o temprano la historia de España tendrá que reescribirse. Pero no para cambiarla, sino para recuperar el fiel relato de los hechos y evitar la dispersión interpretativa del hispánico legado en frentes partidistas y franquicias regionales. Esta es la consigna que asoma tras los sensibleros y disparatados guiones de los diversos episodios de «El Ministerio del Tiempo».

Las mismas puertas tienen a su vez un carácter simbólico. Quien las cruza no sólo abre la página de un libro, también se transforma. Adquiere sabiduría, se conoce a sí mismo. Deja de ser sardina para convertirse en guerrero samurai y creador de mundos, como en el célebre mito budista chino de la Puerta del Dragón. En resumen, que nuestro españolito de andar por casa se vuelve un converso más a la extraña ideología del Ministerio, apolítica y transversal, presidida por cierto fatalismo ibérico, un sentido insobornable del deber y la fe en que todo esto, al final, ha de ser para mejor. Y a través de Pacino, Alonso y Amelia, por la mimética narrativa del cine, también el espectador cambia. Y, ¿quién sabe? Posiblemente esto sea algo razonable. Y muy conveniente para los fines del gobierno.

El ámbito en el que opera el Ministerio es el estado nacional surgido de la Paz de Westfalia de 1647-48: integrado, unitario, perfectamente soberano y capacitado para representarse a sí mismo de puertas adentro y afuera. Y este es precisamente el ámbito que el actual Gobierno de España necesita fortalecer para contrarrestar tanto los desafíos de la globalización como las consecuencias de la grave crisis económica e institucional en que nos hallamos sumidos, en gran parte por culpa de la incompetencia del establecimiento y los propios vicios estructurales de eso que llaman el régimen del 78.

Son muchos años de sanchopancismo socialdemócrata. Ahora se quiere enderezar la situación, equilibrando con algo de Don Quijote. Pero para evitar el rechazo de unas audiencias nihilistas, cínicas y malacostumbradas por los decadentes lenguajes narrativos de Pedro Almodóvar y José Luis Garci, el adoctrinador demócratacristiano se sirve de una estrategia indirecta, basada en desorientar, sembrar la duda con respecto al anterior estado de cosas por la vía del entretenimiento. El pueblo español debe estar preparado para una nueva forma no solo de ver su propia historia, sino de ver cómo los futuros gobiernos de España van haciendo esa historia en el momento que corresponda. Por supuesto el régimen querría sobrevivir a un final que, dadas las circunstancias, podemos fechar a diez o quince años vista. Pero aunque no fuese así, España tiene que seguir adelante. Y esto sólo puede lograrse si continúa siendo España, es decir, un Estado no fallido perteneciente al sistema surgido de los tratados de Münster y Osnabrück a mediados del siglo XVII.

En este sentido, el Ministerio del Tiempo es un símbolo mediático de la España del PP. Algunos capítulos incluso parecen escritos por el mismo Rajoy, con la zumba céltica que le caracteriza y su total falta de respeto a la inteligencia del contribuyente -que es el que paga este engendro de viajes en el tiempo comprado por Televisión Española-. Acordémonos, por ejemplo, de aquel grotesco intento de la KGB de secuestrar a Alfred Hitchcock durante el festival de cine de San Sebastián de 1958 y que constituye el argumento del primer capítulo de la tercera temporada. Consciente de lo imposible de vender una trama tan absurda, el guionista da una vuelta de tuerca para ver si cuela y, efectivamente, cuela. No es la hermosura de la catalana Amelia Folch, sino una cazuelita donostiarra de chipirones en su tinta, lo que en el último momento consigue desviar al mago del suspense de la senda fatal que le conducía a la emboscada tendida por los intrigantes soviéticos enemigos del régimen franquista.

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