La nación y la gran estafa de la política

Imagen: EFE
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La constitución es un elemento fundamental. En ella, la nación establece las reglas formales del funcionamiento político, los derechos y deberes de los ciudadanos y sus leyes principales. Sin embargo, una constitución en sí misma no encarna la realidad de la nación, sobre todo si, más allá de la acepción de nación política, atinamos a entender la nación como lo que realmente es: una institución y no una mera organización.

Como sucede por ejemplo con la lengua, las naciones, en tanto instituciones, no son realidades gerenciales; es decir, no se someten a la discrecionalidad de un cuerpo dirigente, ni siquiera a las preferencias de la generación del momento. Su realidad es producto del devenir histórico, de infinidad de sucesos y cambios donde han intervenido, intervienen e intervendrán infinidad de agentes, azares y sucesos.

La nación no es un cliché patriótico

El idioma español no es patrimonio de la Real Academia de la Lengua. Es el resultado de la evolución del habla a lo largo de los siglos, donde millones de personas, al usar el español cotidianamente, han ido generando los modismos, las nuevas expresiones y las palabras que, a lo sumo, la RAE, con mejor o peor criterio, va incorporando a las reglas formales del uso del lenguaje.

Sería absurdo que la RAE invirtiera este proceso y, de pronto, se erigiera en gerente del idioma español y, discrecionalmente, estableciera reglas, modismos, expresiones y palabras que el hablante común no empleara o siquiera reconociera. Al final, lo que la RAE conseguiría sería crear un idioma formal pero completamente ficticio, mientras que la calle generaría el suyo propio. ¿Qué idioma de los dos sería entonces el real, el verdadero, aquel mediante el que la gente se comunicara o el de la RAE?

Lo mismo cabe decir de las constituciones y las reglas formales con las que se pretende organizar una nación, entendida ésta en su acepción de comunidad. El sistema político sería en realidad la organización, mientras que la nación sería la institución. Y al igual que sucede con la lengua, si la organización invierte los términos de relación y pretende interpretar discrecionalmente a la nación, el conflicto está asegurado.

Como explicaba Douglas C. North, cualquier modelo de organización no puede cambiar más allá de los límites institucionales; tampoco imponer a terceros o al propio ciudadano de a pie, cambios que desborden esos límites. Si, por ejemplo, un nuevo gobierno quisiera cambiar el sistema de selección de funcionarios, y promoviera su profesionalización en base al mérito, pero lo hiciera ignorando el marco institucional real de la sociedad, con toda seguridad fracasaría. Por lo tanto, sólo distinguiendo claramente entre organización e institución las estrategias de reforma pueden tener sentido.

Sin embargo, pese a la evidencia, el mundo desarrollado parece empeñado en discurrir en sentido contrario. Cada vez más, las organizaciones, capitaneadas por políticos, expertos, burócratas y grupos de interés, no sólo se anteponen a las instituciones, sino que aspiran a dominarlas, transformarlas e incluso, en algunos casos, eliminarlas. Y aquí conviene recordar que la nación ha encarnado tradicionalmente el principio de autoridad. Por lo tanto, suplantar o liquidar a la nación implica liquidar ese principio en el que se sustenta cualquier orden, y que, además, es legítimo en tanto que constituye un marco de entendimiento comúnmente aceptado.

Cuando ya en los años 70 algunos pensaban que el enorme deterioro de la autoridad abriría una nueva era de mayor libertad individual y otros creían, por el contrario, que conduciría a la anarquía social y al caos moral, Robert Nisbet apuntó que, más bien, el vacío dejado por la autoridad sería llenado por un ascenso irresistible del poder. Y tenía razón. Cada vez la política interfiere más en la sociedad, y no al revés.

La crisis de la Unión Europea

Esta inversión de papeles está en el origen de infinidad de conflictos. Así, la crisis europea tiene su epicentro precisamente en el error de anteponer la autoridad de una organización gerencial, como es la Unión Europea, a la de las naciones que la componen. La evolución natural, progresiva y no gerencial de la autoridad de las naciones hace que, como es lógico, resulte cercana y comprensible para sus ciudadanos, mientras que la de la Unión Europea, un ente planificador artificial y lejano, cuya legitimidad es cuestionable, les parece extraña.

Para muchos europeos resulta muy difícil, cuando no imposible, apreciar los valores y garantías que la Unión Europea representa. Entre otras razones, porque ni los propios gerentes de la UE son capaces de definirlos de manera clara. Más allá de ambiguas generalidades, como el “europeísmo”, la libre circulación o la solidaridad, ésta última muchas veces puesta en entredicho por los intereses antagónicos de los Estados miembros, la UE ha sido incapaz de trascender su carácter meramente organizacional y proporcionar a los europeos valores fácilmente reconocibles. Es decir, la UE está muy lejos de ser una verdadera institución.

Sin embargo, muchos pasan por alto esta falla fundamental porque están convencidos de que las sociedades pueden evolucionar más y hacerlo más rápido si se ven forzadas a desprenderse de su dimensión institucional y quedan a expensas de la planificación gerencial, donde la política, supuestamente, lo puede todo, incluso dominar las pulsiones biológicas del ser humano. Una vez desmanteladas las instituciones tradicionales, los nuevos gerentes darán forma a las sociedades mediante nuevas reglas que, a discreción de los expertos, incentivarán unos hábitos y desincentivarán otros. Esta visión de tintes hegelianos resume a la perfección la abrumadora aspiración de poder que exuda la política posmoderna.

España, Cataluña y la Constitución

En el caso de España, circunscribir la solución del problema separatista al respeto de la Constitución, como si la Carta Magna por sí sola encarnara a la nación española, o, en su defecto, su reforma fuera la panacea, demuestra hasta qué punto el Estado de partidos ha usurpado el lugar de la nación como institución. La realidad histórica, fruto de siglos de evolución, contiene infinidad de claves que nunca fueron patrimonio exclusivo de un reducido número de expertos; tampoco de ninguna constitución. Por otro lado, da la impresión de que las constantes referencias a Europa, a la Constitución del 78 o a la democracia, sean simples requiebros para evitar apelar a la nación. Y este problema no es sólo achacable a la izquierda, sino que ya es generalizado.

Por otro lado, hablar de una concepción “plurinacional” de España supone una vuelta de tuerca más en la incomprensión del equilibrio entre instituciones y organizaciones: es pasar del error al disparate. España es diversa, sí, pero no plurinacional. La “nación catalana” no es ya que nunca haya existido, es que más allá de la burda emulación organizacional, no parece que vaya a existir en un futuro próximo, ni siquiera en un futuro lejano. Otra cosa es que finalmente se imponga por la vía del secular pasteleo político español. Aún así, Cataluña sería a lo sumo un Estado en la concepción puramente administrativa y, con bastante seguridad, totalitaria; nunca una nación.

Nuestros políticos y expertos, al igual que los políticos y expertos de Bruselas, han llegado a creer que la política lo puede todo y, por lo tanto, que también puede reemplazarlo todo. Pero pronto comprobarán que están equivocados. Las organizaciones políticas no pueden reemplazar a las instituciones que sólo la sociedad es capaz de conformar a lo largo del tiempo.

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