LA «OPERACIÓN LOLITA»: EL MÁRKETING DE UN REY

PATRICIA SVERLO.

Mientras Juan Carlos esquivaba tomates y visitaba los edificios vacíos de los ministerios, los hombres de la «Operación Lolita» continuaban la dura empresa de preparar el terreno para lo que vendría tras Franco. La decisión del dictador de nombrarlo sucesor a lo grande había sido fruto del trabajo tenaz de Laureano López Rodó. A partir de 1969, él y los demás continuaron su estrategia por otros caminos. Para liberalizar la economía y poner fin a la autarquía, tenían que pasar necesariamente por una sensible apertura a las libertades políticas, y eran perfectamente conscientes de ello. El mismo López Redondo votó a favor de la Ley para la Reforma Política de 1976 y a favor de la Constitución de 1978. Para trabajar en este terreno, necesitaban algo más que un sucesor colocado en La Zarzuela. Hacía falta que Franco, al menos, se desprendiera de la función de presidente del Gobierno en favor de una persona que asegurara la entronización política de Juan Carlos cuando muriera el dictador. Sobraban argumentos para hacerlo a la mayor brevedad posible, sobre todo cuando ETA empezó a actuar, en 1968, matando en agosto al guardia civil José Pardines y al policía Melitón Manzanas, primeros de una larga lista que el Régimen no consiguió frenar. A comienzos de los años setenta, se sucedían las movilizaciones de protesta en Euskadi y los juicios del Tribunal Militar de Burgos contra nacionalistas vascos. También fue un impulso el derrame cerebral que inmovilizó al dictador portugués Oliveira Salazar, al caer de una silla, el 7 de septiembre de 1968. El caso era para tomar nota. Aquí podría pasar algo parecido en cualquier momento. Aunque estaba muy aferrado al poder, Franco acabó cediendo en junio de 1973, designando como presidente del Gobierno a su asesor, el almirante Luis Carrero Blanco. Fernández Miranda se convirtió en su vicepresidente, ministro secretario general del Movimiento, y, además, cada vez con más fuerza, fue el hombre de confianza política del príncipe Juan Carlos.

Completando el trabajo de los tecnócratas del Opus, durante estos años los Estados Unidos intervinieron en una dirección similar, si bien desde una óptica más amplia. La inestabilidad política de los setenta era lo que más les preocupaba. Consideraban que, tras la purga que había hecho Franco a lo largo de 30 años, España ya estaba lo bastante preparada para iniciar el camino hacia una transición pacífica. Con una módica inversión político-monetaria, pusieron en marcha sus planes para financiar y proteger a grupos de diversa denominación previstos para la Transición, escogidos para organizar partidos políticos que serían legalizados cuando concurrieran las circunstancias. Los partidos que se iban a crear, o recrear, fueron diseñados como si se tratara de sucursales de un centro estratégico supranacional, con cuadros que se tenían que constituir en gestores-delegados territoriales. Al electorado se le reservaba la función de simple consumidor del producto, para cuyo voto un grupo de partidos especialmente escogidos competiría en un régimen de oligopolio. Las «marcas», eslóganes y campañas de los partidos mencionados serían fabricadas con técnicas importadas de los Estados Unidos por personajes formados y teledirigidos para esta función: como Julio Feo para lanzar y hacer llegar al poder a Felipe González, el candidato fundamental que desmontaría los partidos de izquierdas y haría que España entrara en la OTAN.

De acuerdo tanto con los planes de la “Operación Lolita» como con los de los norteamericanos, en torno a la Casa del Príncipe empezaron a confluir una serie de personas de su generación.

Constituyeron algo no muy diferente del consejo privado que tenía su padre en Estoril, aunque nunca se reunían todos juntos. De uno en uno, o de dos en dos, pasaban por La Zarzuela a hablar con Juan Carlos, cuya principal función venía a ser la de servir de núcleo y correa de transmisión entre unos y otros. Se trataba fundamentalmente de jóvenes que ya estaban introducidos en el sistema político del Régimen, como Miguel Primo de Rivera y Urquijo (que era consejero nacional), José Joaquín Puig de la Bellacasa (segundo de Fraga en la Embajada de Londres), Jaime Carvajal (amigo y compañero de estudios de Juan Carlos desde la infancia, e introducido en el mundo de la banca), Nicolás Franco Pascual de Pobil (hijo del que fue embajador en Portugal, sobrino de Franco y consejero nacional) y Jacobo Cano (ayudante de Alfonso Armada en la Secretaría de la Casa del Príncipe), entre otros. Y lo que tenían que hacer, su trabajo, era contactar con personas de diversos sectores, en especial de la oposición, para ir explicándoles todos los planes del príncipe de cara al futuro.

Cada uno hizo una lista de personas con la que le parecía interesante hablar, y sobre la cual se pusieron a trabajar. Jacobo Cano, por ejemplo, facilitó los primeros contactos con el PSOE, a través de los hermanos Javier y Luis Solana. Pero no tuvo tiempo de hacer mucho más. Murió cuando apenas había empezado, en agosto de 1971, cuando el coche en el que iba se estrelló contra un autobús de la Guardia Civil, precisamente en una de las curvas de la carretera de acceso a La Zarzuela, y se partió el cuello. El papel principal de aquellos contactos lo tomó Jaime Carvajal, que trabajaba en el Banco Urquijo con Luis Solana. Luis Solana acabó siendo él mismo un asiduo de La Zarzuela, a la que iba en moto y entraba sin quitarse el casco, para que no lo reconocieran. Al grupo del príncipe le interesaba especialmente porque, siendo un buen chico de la burguesía, tenía el lustre de haber estado en prisión por vinculación con la Asociación Socialista Universitaria, y mantenía algunas relaciones, aunque no eran orgánicas, con el Partido Socialista. Su hermano Javier (el que acabaría siendo secretario general de la OTAN en el momento del bombardeo de Yugoslavia), sí que estaba mucho más encajado en el organigrama del partido, y también estaba enterado de las conversaciones, aunque no participaba personalmente. Aparte de «establecer contactos», el entorno del príncipe, como buen gabinete de relaciones públicas, se ocupaba de ir construyendo una buena imagen del futuro monarca. Esta idea ya surgió en la época en que Carrero Blanco era presidente del Gobierno, un poco preocupado por el hecho de que tantos tomatazos no eran una buena señal.

Precisamente fue aquí dónde Adolfo Suárez trabajó por primera vez con Juan Carlos, desde su puesto de director general de Televisión. Se encargó personalmente de crear una filmoteca con imágenes de Juan Carlos y Sofia, en favor de la causa monárquica juancarlista, y de suprimir todas las apariciones de Carlos Hugo y de Don Juan.

Otra tarea imprescindible consistía en estudiar mediante qué mecanismos, y en qué condiciones exactamente, se podría desarrollar la evolución hacia la monarquía. Ya habían empezado antes de 1969, con iniciativas como la creación de una comisión de seis militares, nombrados por el Estado Mayor Central, la Sección de Planes y Proyectos, con Alfonso Armada y Emilio Alonso Manglano entre otros. A esta comisión se le había encargado que estudiara el tema «Ideas básicas que deben ser mantenidas a ultranza por las Fuerzas Armadas». Se trataba de descubrir algo así como el alma del Ejército, o las razones por las cuales estaría dispuesto a iniciar otra guerra civil. Todo había de estar «atado y bien atado». El informe, una vez terminado, fue entregado en La Zarzuela.

Al príncipe le gustó mucho. Los años siguientes se hicieron muchos más estudios de prospección, sobre todo de los sectores sociales, como los informes FOESSA dirigidos por el profesor Juan Linz, sobre la realidad política y social de España. En la encuesta que esta fundación realizó en 1970, se llegaba a la conclusión de que el sistema preferido para suceder al de Franco era la república (para un 49% de la población, mientras que el Régimen tan sólo contaba con el 29,8% de apoyo, y la monarquía, con el 20,8%). Así, pues, quedaba mucho trabajo por hacer.

También se encargaron análisis sobre las posibilidades de cambio político respetando la legalidad franquista. En 1973, una serie de jóvenes «progres», entre otros Luis Solana, cada uno de los cuales puso una cantidad, financiaron el dictamen del catedrático de Derecho Constitucional Jorge de Esteban. Cuando estuvo acabado, entregaron los borradores al príncipe.

Torcuato Fernández Miranda no sólo escribió un libro, sino que también elaboró su propio plan.

Éste fue fácil de entender para Juan Carlos, porque no tuvo que leerlo. Ya se lo explicó su viejo profesor. Así, pues, el plan que le gustó fue el de Torcuato, que se convirtió en el hombre clave del cambio. Merced a los estudios y las encuestas, sabían que el patrón diseñado se ajustaría al cuerpo político de España.

 

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