Lengua común contra idiotez lingüística

idiotez lingüísticaRescatamos la pieza de José Sánchez Tortosa, Lengua común contra idiotez lingüística. El autor añade una introducción con motivo del simposio El consenso político degenera el idioma, del 21 al 23 de julio en Santo Domingo de la Calzada, La Rioja:

Una de las corrupciones institucionales más graves de la España del presente es la relativa a los privilegios otorgados a las facciones nacionalistas, perpetuadas en el poder bajo palio por el lenguaje de lo políticamente correcto. En el campo de la enseñanza, esa corrupción política conduce al sacrificio académico de varias generaciones y al socavamiento del tejido social. El texto que sigue fue redactado tras una ponencia dentro de un Congreso sobre la lengua en la educación. Como Sísifo empujando inútilmente la piedra, la necesidad de denunciar el desastre obliga a seguir empujando la piedra del lenguaje contaminado y servil. Es la batalla contra la idiocia en pos de la lengua común.


 

Cierto exitoso autor de libros de autoayuda, libros que incomprensiblemente suelen ubicarse en la sección de filosofía de las librerías, me reprochaba hace un año, en este mismo lugar, recurrir a Platón al hablar de enseñanza. Mi empecinamiento en dicha referencia no ha hecho, durante este año, más que reforzarse. Es lo malo (o lo bueno, según se mire) de estudiar a los griegos. No se sale de ellos.

En el contexto de la Grecia Clásica, Aristóteles propone la definición de hombre como animal «racional» («lógico»). Pero logos no es sólo pensamiento, es también palabra, y ley, por lo que cabe considerar la definición aristotélica de hombre como la del animal hablante. La lengua para Aristóteles, por tanto, es el griego, es decir, una lengua que permite racionalizar, abrir una dimensión común entre sujetos dotados de habla. Sin embargo, ese uso del lenguaje (común) es excepcional. El hombre, por el contrario, suele ser ese animal depredador y simbólico cuya diferencia con el resto de formas de vida radica en que su animalidad puede justificarse simbólicamente. Y así, el enfrentamiento con el otro se juega con un arma más: el uso de la lengua (propia) como medio para convertir retóricamente en admisible la barbarie. Esa lengua propia constituye al sujeto, lo forma, determina su conciencia, su mundo (Wittgenstein: «Los límites del lenguaje son los límites del mundo»). Lo diferencia del otro afirmando la identidad propia como un espejismo de eternidad que encubre, según el dictamen de Freud, la pulsión de muerte. Lo salva del otro.

La democracia ateniense pone en juego, frente a esto, la preeminencia de la palabra sobre la sangre o la fuerza física. El diálogo, por tanto, es un procedimiento artificial de gestión de conflictos inventado por los griegos. Dado el reconocimiento del ser humano como ser finito, no hay posibilidad de relación que no sea en algún grado conflictiva. Así, la paz es una idea metafísica, un imposible ontológico (en política recibe el nombre de utopía y ha producido las mayores catástrofes de la Historia). La paz es una coartada para la servidumbre o, incluso, el exterminio. El diálogo dirime conflictos, no los elimina en forma de paz perpetua. Creer en la paz como destino final sólo tiene sentido desde una concepción de la realidad histórica de raíz agustiniana. La paz sólo puede darse en la Ciudad de Dios, no en la terrenal. Definirse como no creyente y pacifista es una contradicción en los términos.

La lengua, como soporte técnico que permite el desplazamiento del conflicto a un ámbito no dominado por la biología, la casta o la fuerza militar, es, en consecuencia, un producto histórico sujeto a cambios, no una sustancia eterna, metafísica, esa reserva de esencias espirituales, ancestrales, que se remontan a tiempos no históricos. De hecho, el lenguaje no es un medio de comunicación entre individuos sino de reafirmación de posiciones materialmente establecidas y de confrontación de las mismas. Sólo el ámbito de la racionalidad puede abrir un espacio de verdadera comunicabilidad porque activa lo común a todo individuo:idion (lo propio) frente a koinon (lo común). El individuo, de hecho, es una conquista política (griega), no un fenómeno natural. Por eso mismo, tampoco los derechos del individuo son naturales. Son una conquista política. Por tanto, son las estructuras sociales las que establecen derechos colectivos o derechos individuales. Son los Estados, en definitiva, los que conceden estatuto jurídico distributivo a los individuos o le conceden estatuto jurídico atributivo al conjunto. Esta segunda opción, sin embargo, exige una condición de posibilidad: la mutación retórica de un fenómeno técnico, etológico o biológico (la lengua, las costumbres, la raza) en entelequia metafísica, extrayendo dicho fenómeno, en el plano ideológico, del terreno de lo finito y empírico, elevándolo al plano ilusorio de la eternidad o al mitológico de los ancestros. La diferencia estriba en dirimir la tendencia política que implica basarse en uno o en otro tipo de derechos. De alguna manera, la superioridad racional de los derechos individuales sobre los colectivos se debe a su carácter artificial justamente, entendiendo que la tendencia a agruparse y a organizarse en colectivos homogéneos y cerrados es natural, como es natural afirmarse como parte del grupo negando al que no lo es. El individuo es un artificio jurídico y político de defensa frente a la horda, y después, frente al Estado. En última instancia, frente a la inercia totalitaria de toda estructura moderna de poder.

Sócrates sólo necesitaba una condición para lograr que el esclavo de Menón alcanzara por sí mismo el conocimiento y, por tanto, la libertad: saber griego, esto es, la lengua común. Hoy en España, el español es la lengua común. No excluye a nadie dentro del territorio español, o, al menos, a ningún hablante que esté dispuesto a hablarlo o aprenderlo, y además se abre a muchos otros territorios en el mundo, mientras que las lenguas locales o regionales se cierran sobre sí mismas y son impuestas por ley. El proceso de analfabetización iniciado hace unos años alcanza el paroxismo con las legislaciones nacionalistas que minan meticulosamente la capacidad para pensar de los estudiantes por medio de una curiosa mezcla de dogmatismo rancio y relativismo fatal. Si el esclavo de Menón es capaz de resolver un problema geométrico gracias a las preguntas de Sócrates en el idioma común, lo es porque entre ambos se establece un vínculo estrictamente racional (común) en el que todo lo demás, lo propio de cada uno (lo idiota, en griego) queda al margen, incluida la propia esclavitud del esclavo, liberado en ese trance, capaz de pensar por sí mismo. Por medio de una educación impartida en una lengua que sólo se comparte con algunos de los habitantes de un rincón del Mediterráneo o del Cantábrico se condena a la esclavitud idiota a varias generaciones, garantizando así la consolidación del poder, que se alimenta de la idiotez, de la ignorancia y de la servidumbre de los súbditos, ya que en tales condiciones no se les puede considerar ciudadanos, más que, acaso, en un sentido puramente formal, esto es, electoral y tributario. Cabe contrastar el caso con el ejemplo francés, en el que cualquier lengua local es considerada como parte de la esfera de lo privado (de lo idiota) y fuera, por tanto, de lo público o común. Resulta ya aburrido constatar cómo, en el fondo, las preocupaciones nacionalistas se reducen al presupuesto, a la perpetuación de la casta política, funcionarial y étnico-lingüística, pero envolver esas preocupaciones con retórica nacionalista e indigenista (salvar la cultura amenazada, la lengua en peligro de extinción, etc.) proporciona un rédito económico mucho más alto que la mera exigencia económica desprovista de esa tediosa aureola romántica. Porque, al fin y al cabo, el hecho de que, a la hora de optar a plazas públicas en la administración autonómica, se exija el conocimiento del idioma regional y se valore por encima de la competencia profesional, es un hábil procedimiento para la discriminación de los individuos de fuera de la patria (maketos, charnegos), desconocedores de la lengua por haberse dedicado al estudio de su profesión o de idiomas internacionales. En Italia, la pretensión de la Liga Norte, siguiendo la lógica de quien pertenece a una zona más desarrollada económicamente y no quiere ver sus áreas de privilegio invadidas por los que puedan llegar del deprimido sur, gira en torno a la enseñanza de los dialectos del norte del país y la necesidad de su conocimiento para el acceso a puestos en la administración, destruyendo la igualdad de todos los individuos ante la ley. Esto es una tímida broma en comparación con la política nacionalista en España, país en el que semejante demanda está más que superada por la dictadura lingüística y donde, por el contrario, dicha política, abiertamente reaccionaria, aparece envuelta por la aureola sagrada de la «izquierda» y la «cultura», generando en el espectador convenientemente adoctrinado en el lenguaje de lo políticamente correcto una inmediata reacción pavloviana de consoladora y autosatisfecha aceptación. Y es que, tras la 2ª Guerra Mundial y el fracaso de los fascismos y del nacionalsocialismo, la raza quedó relegada como reivindicación política al ámbito de lo innominable, del tabú, de lo que no es ya rentable ni operativo retóricamente. Su lugar lo ocupó la cultura y, en particular, la lengua.

Digamos abiertamente que la batalla está ya ganada por el nacionalismo lingüístico (y el socialismo cómplice) desde el momento mismo en que la clave de toda la discusión se reduce (como, con oportunismo implacable, ofrece la prensa del régimen a sus fieles) a una tercera hora de castellano en primaria. La enseñanza en catalán se da por defecto y nadie parece ponerla en duda, sencillamente porque, ya no se puede. Está fuera de escena. Es obsceno. En ese punto, cualquier debate sobre más o menos enseñanza en castellano en las escuelas catalanas o sobre posibles apoyos a los niños no catalanoparlantes es una victoria del nacionalismo lingüístico sea cual sea el resultado del mismo. Porque, hay que recordarlo, no se discute sobre si la enseñanza debe impartirse en una lengua u otra, o si debe impartirse en la lengua materna del alumno. La lengua en que se imparten las clases es el catalán, y esto es un hecho no sujeto a revisión. Se ofrecen clases de castellano (la polémica sobre si deben ser dos o tres es, como hemos indicado, una falsa polémica), pero no en castellano. Y se llega a la aberración «pedagógica» de recurrir a la traducción no simultánea de las clases, al final de las mismas, para los alumnos que no entiendan el catalán (Proyecto de Ley de Educación de Cataluña (LEC), art. 12). Cualquiera que trabaje en la enseñanza y no sea un psicólogo de despacho sabe perfectamente el disparate que tal medida supone, y sin embargo no he escuchado a ningún pedagogo de postín clamar contra semejante delito contra los niños. Acaso se lo impida la ceguera o la obediencia debida. Hoy las prácticas políticas que apuntan, aunque sea tímidamente y arropadas por el lenguaje de lo políticamente correcto, en esa dirección, utilizan la lengua y su genérico, la cultura como arma discriminatoria, sin perjuicio de que las decisiones de los agentes protagonistas respondan más al impulso por garantizar su propio sustento material en base al presupuesto estatal que al delirio de querer salvar el mundo o la patria.

El discurso nacionalista es tramposo. La trampa, en lo que concierne a las lenguas, consiste en desplazar la isonomía, o igualdad ante la ley, del plano de los individuos al de las lenguas, con la consecuencia de que se impone una segregación material de individuos por el procedimiento de compensar la desigualdad de las lenguas según una suerte de discriminación positiva. Aun en el caso del bilingüismo sucede algo similar, ya que se pretende una igualdad entre dos lenguas que no pueden ser iguales (y que no sufren por ello, más que en los delirios metafísicos de los nacionalismos) de la que sólo habrían de ser objeto los individuos humanos, en una sociedad elementalmente democrática. Por eso, incluso la reivindicación del bilingüismo se muestra ineficaz como estrategia política o electoral por conceder al nacionalismo el dogma de la igualdad de las lenguas, dogma enteramente metafísico que encubre la discriminación real de los individuos afectados. La batalla se juega en la defensa de la superioridad técnica y social del español. Si la enseñanza ha de ser proporcionar los medios para que cada uno saque lo mejor de sí mismo, la imposición de una lengua minoritaria en perjuicio de una lengua potencialmente global implica limitar la formación de los futuros contribuyentes y, por tanto, condenarles a la indigencia intelectual y humana o a la endogamia de la tribu. De tal manera que enseñar en español no impide que se pueda aprender una lengua regional y, fundamentalmente, no limita al estudiante sino que le abre posibilidades en lugar de cerrárselas. Enseñar en una lengua regional impone una limitación fatal a quien no puede defenderse, además de que dicha imposición se efectúa en la escuela pública, financiada por todos los contribuyentes. En España, exactamente a la inversa de lo que la racionalidad más elemental indica, lo propio (idiota) se impone en la escuela pública. Lo común queda reservado para la escuela privada. Si los que disponen de recursos deciden que sus hijos se idioticen en un idioma que sólo podrá compartir con unos miles de semejantes, es responsabilidad suya y son ellos los que tienen que pagar el capricho de pequeñoburgués de provincias aburrido. Pero que sean los hijos de las familias que no pueden acceder a la enseñanza privada, los que se vean privados de una instrucción en español (pública o común) es un disparate y una catástrofe generacional.

La confusión responde a su vez a una concepción de la igualdad que la supone punto final y no punto de partida. La igualdad como punto de partida, lo que denominamos isonomía, es una ficción jurídica, un artificio producto también de la racionalidad política griega, y, por tanto, la condición de posibilidad de las diferencias de hecho, diferencias no jerárquicas en tanto que no parten de posición de privilegio, sino de estricta igualdad (como los corredores de 100 metros lisos). Cuando la igualdad como nivelación se impone como hecho, como realidad efectiva (alentada por el pensamiento utópico, que postula la consecución de una sociedad perfecta, sin conflicto), se tienden a suprimir las diferencias y a subsumir al individuo en el magma compacto que la igualdad impuesta establece. Esta igualación no puede ser considerada más que como sumisión y no sería posible más que en un sistema educativo que dinamitó la transmisión de conocimientos en aras del relativismo y de la gestión de los afectos, dispositivos modernos de poder administrados por los pedagogos, mitad sofistas mitad teólogos. Así, no hay modo de luchar contra la tiranía nacionalista y el desastre educativo que la imposición lingüística genera si la discusión no es liberada de las ataduras ideológicas (y, por tanto, retóricas) y se plantea en el ámbito que le corresponde: el de la mutilación técnica y formativa a la que se está sometiendo a generaciones de ciudadanos y de la que sólo pueden salvarse los que dispongan de medios económicos para ello. Pocas políticas se han mostrado tan perniciosas para las personas con pocos recursos económicos como estas que, retóricamente, dicen defender sus intereses. Al fin y al cabo, el nacionalismo no deja de ser un engendro pequeñoburgués y, por mucho que se disfrace, sus políticas reales no dejarán de ser pequeñoburguesas. Habría que obligar por ley a los políticos responsables de la legislación educativa a que llevaran a sus hijos a colegios públicos.

Hoy, en España particularmente, ser antinacionalista es ser racional.

 


 

La fuente original de este artículo es Catoblepas, en marzo de 2010.

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