Los partidos políticos son la verdadera mafia

JAVIER PÉREZ PELLÓN

JAVIER PÉREZ PELLÓN.

Vista la historia de estos tres o cuatro últimos decenios, en Italia un poco más, en España un poco menos, es decir desde la instauración política de una mal llamada democracia que coincide asímismo con la creación, organización y desarrollo de los partidos y teniendo en cuenta lo que nos proporciona la crónica de hechos acaecidos hoy mismo, sería conveniente y salvífico para la sociedad civil no esperar ni un  día más para realizar aquello que, convencionalmente, se llama aproximación gemelar entre dos ciudades, – me he enterado que, por ejemplo, Valladolid tiene relaciones gemelares ¡nada menos que con Florencia!  – , sólo que en este caso debería hacerse entre dos países: Italia y España deberían ser reconocidados internacionalmente  como dos Estados gemelos en cuanto a corrupción política se refiere. Y esto en virtud de ese pacto tácito, corrupto y vergonzante, que los partidos que gobiernan han rubricado, a escondidas del gentío,  con aquellos otros de la oposición, para repartirse la torta del poder con prebendas y beneficios inconfesables.

“Zikung preguntó: ¿Qué debemos pensar de los políticos de hoy?

Confucio respondió: ¡Ay! son hombres del hampa. Desaparecerán” (Lunju 13°-20)

“El hombre sabio aspira a la perfección, el hombre ignorante al bienestar. El primero se dedica a observar las leyes, el otro a obtener favores de ellas” (“Los Cuatro Libros de Confucio. 559-479 a.d.C).

En Italia se le llama “La Piovra”, el pulpo gigante, la Mafia, que con sus poderosos tentáculos abarca y comprime, casi hasta provocar su axfisia, a la entera sociedad civil. Aquí, en Italia, como allí, en España, la verdadera “Piovra”, la auténtica Mafia, son los partidos políticos. Sobre los partidos políticos, en el Sur geográfico de esta maltrecha Europa, se habla mucho más en “contra”  que a favor  y de ellos se escribe, se dice y se cuenta, desde hace unos cuantos años a esta parte, de todo y de las más diversas y coloristas formas.

Esto sería un motivo más para leer, o releer, un pequeño pero extraodinario libro publicado en Italia recientemente: se trata del “Manifiesto para la supresión de los partidos políticos” de Simone Weil. Simone Weil, ha sido una singular personalidad del siglo XX, a la par que una de las más ilustres, entre pensadoras y pensadores, de esos trágicos cien años de la humanidad transcurridos entre dos horribles y crueles guerras mundiales, cruentas revoluciones y masacres del género humano con  toda clase de sofisticadas armas,  desde las nucleares, al napalm, al efecto naranja, al fósforo…baste pensar en Vietnam  o en Hirosima o en Dresde o al ZyklonB el gas empleado en Auswicth con el que se exterminaba a los infelices prisioneros, en su gran mayoría judíos, para confirmar cuanto digo.

Para quien quiera saber de donde venimos es imprescindible conocer las obras de aquellos que dejaron al mundo, – con la ejemplaridad de su existencia, con el sufrimiento corporal de sus carnes desgarradas y las incertidumbres de sus espíritus atormentados – , el testimonio vivo de la historia.

Y éste es el caso, aparte todo el conjunto apasionante y apasionado de su obra, del “Manifiesto para la supresión de los partidos políticos”, libro aparecido póstumo en las páginas de la revista francesa “La Table Ronde”, en el mes de febrero de 1950. El filósofo Alain, que conoció muy bien a Simone Weil, sostiene que “se trata de un ensayo lleno de fuego, que parece escrito con el azadón de un desenterrador, y de soberbia desenvoltura”. En efecto, la drástica condena contenida en el título de este libro no va dirigido sólamente, según su autora, a un  partido determinado, de derecha o de izquierda que quiera interpretarse, sino a todos los partidos políticos en general.

“Un partido, cada partido, – sostiene caústicamente Simone Weil – , es una máquina para fabricar pasiones colectivas; y, por lo tanto, no se propone la realización del bien público, sino que busca y pretende, sobre todo a través del arma de la propaganda, la servidumbre de todos y cada uno de los inscritos en sus listas que, indefectiblemente, acaban por confundir y olvidar la búsqueda de ese beneficio público y de la justicia, al ser obligados, por la disciplina del partido, a renunciar a pensar con su propia cabeza”.

“Las consecuencias, – según Simone Weil  – , son siempre dramáticas: si la pertenencia a un  partido obliga siempre y en cualquier caso a la mentira, la existencia de los partidos políticos es absolutamente, incondicionalmente, un mal”  ¿Entonces qué se debe hacer? Simone Weil, obligada a vivir en un período histórico dominado, preferentemente, por los partidos totalitarios, a la derecha por aquellos de matriz nazi-fascista y a la izquierda por aquellos marcados con el sello comunista stalinista, se cuida muy bien de sugerir la propuesta de simples retoques de maquillaje que mejoren su aspecto. Su receta es mucho más firme y perentoria: una vez definidas las “máquinas para fabricar pasiones colectivas” y después de haberlas identificado como “un mal total sin  paliativos intermedios, es indispensable la supresión de los partidos políticos para construir un bien casi al estado puro”.

Mientras un contemporáneo suyo, Bertolt Brecht, escribía un  “Elogio del partido” donde afirmaba que “mientras un  indivuduo solo tiene dos ojos, el partido tiene mil ojos”, Simone Weil insistía , es más exigía que “un auténtico resanamiento, que va mucho más lejos de implantarlo en los simples quehaceres públicos,  no llegará nunca a realizarse  mientras dominen los tentáculos oprimentes de los partidos” .

No creo que al día de hoy, tal y como van las cosas en Italia, con los pactos, detrás de los bastidores entre los partidos de centro-derecha y los antiguos alevines del Partido Comunista Italiano, reconvertido ahora en “Partido Democrático” y en España, entre el Partido Popular y el PSOE que, al fin y al cabo, son la misma cosa y razonando a la luz  de la cordura  y de lo que nos pueda deparar un próximo futuro, la aguja de la balanza se inclinará decidida y contundentemente en favor de la tesis de Simone Weil y en contra, en este caso, del gratuito pensamiento del, por otra parte, gran dramaturgo alemán y autor de “Madre coraje”.

Yo me pregunto si a estos necios recalcitrantes de los partidos políticos, llámense Berlusconi y D’Alema, Rajoy, Felipe Gónzalez, Aznarín o Rubalcaba, se les habrá ocurrido, alguna vez, tener entre sus manos un libro de Simone Weil o habrán dado un repaso a través de su vida ejemplar. Yo creo que no. Y eso porque, naturalmente, entre un noble y aristocrático gigante espiritual de la talla que fuera la escritora francesa y estos enanos todos ellos horteras de ánimo y también muchos otros incluso de aspecto, existe un espacio, inconmensurable, infinito. Decía Victor Hugo que “los tiempos primitivos son líricos, los tiempos antiguos son épicos y los tiempos modernos son dramáticos”. “La vida, – decía Séneca – , es como una narración, importa no tanto su duración como su valor”. Y, en esto la vida de Simone Weil, a la que personalemnte descubrí después de haber visto una fotografía suya tomada durante la Guerra Civil española, en el frente republicano, con un fusil en la mano,  es de un valor tal que se acerca a la meta de la perfección.

Simone Weil, nació en París el 3 de febrero del 1909. Hija de un rico médico judío, era la hermana del matemático André Weil, el científico que durante mucho tiempo fuera el colaborador de mayor confianza de Albert Einstein.

Cuenta Simone Weil: “Eramos una familia muy unida, una familia típica de la buena burgesía de aquella época. Nuestros padres eran agnósticos y muy atentos a la educación de sus hijos. La principal característica de nuestra educación, durante el período de la Gran Guerra, del 1914 al 1918, dependía del hecho de que nuestra madre había decidido seguir a  mi padre en sus muchos traslados y cambios de destino. Hacía un trimestre aquí y otro allí; nos han dado lecciones privadas y hasta por correspondencia y esto nos ha permitido ir muy por delante en los estudios con relación a nuestros coetáneos que continuaban a seguir los cursos normales en sus escuelas”.

Desde 1919 a 1928 estudia en diversos liceos de París y consigue su admisión en la rígida Escuela Normal Superior donde, en el 1931, obtiene el grado de profesora para enseñar Filosofía, didáctica a la que se dedica, con alguna que otra interrupción, hasta el 1938. En el Liceo de la ciudad de Le Puy, su primer lugar como profesora, suscita un gran escándalo por haber distribuído su salario entre los obreros en huelga. En el invierno de 1934-1935 comienza a trabajar como simple obrera sin especialización alguna, en la fábricas metalúrgicas de París. De esta experiencia y de los ocho meses que pasa en la Renault, y que tendría gaves consecuencias para su salud ya quebradiza, nace su libro “La condición obrera”. Viaja a Portugal donde conoce, vive y comparte la miseria de los pescadores. Son los años en los que se acerca a los sindicatos anarquistas y trotkistas.

En el 1936 decide ir a España para luchar en el bando republicano (bajo el influjo de aquella propaganda partidista que tanto detestaba, pensando que la República española era el paraíso de la libertad y de la democracia y no un régimen nacido de un vacío de poder como efecto de unas elecciones municipales que ganó, por un gran número de concejales, la monarquía. Es la triste historia de la huída de Alfonso XIII, y del grito de “no es esto, no es esto”, de José Ortega y Gasset, uno de los propulsores, junto a Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, de la República, al ver, al día siguiente de la proclamación del nuevo régimen, a media España incendiada con sus iglesias ardiendo). Al no poder sostener un mosquetón entre sus manos y no disparar ni un solo tiro, a Simone Weil se le asignaron trabajos en la cocina.

En 1937, muy enferma, abandona España y ese mismo año mientras viaja por Italia se arrodilla ante el altar de la capilla de Santa María de los Angeles, en Asís, sintiéndose “arrastrata por una fuerza irresistible”. Es aquí y en este lugar donde comienzan sus experiencias místicas que continúan cuando, en el 1938, trancurre una Pascua en la Abadía Francesa de Solesmes. Imaginémosnos a Simone Weil en aquellos momentos, quizás se recordaría de cuando, muy joven todavía, riñó para siempre con su mejor amiga que había decidido convertirse al cristianismo.

No obstante estas experiencias espirituales no se decidió nunca a entrar en la Iglesia Católica por temor a encontrar un fácil refugio que le habría alejado de la mística pasión sufrida por Cristo y porque el pretendido catolicismo, o sea universalidad, predicado por la Iglesia de Roma, no era tal, ya que en virtud de su propia fe, debería abrazar a todos los humanos, cosa que no hacía, sin distinción de creencias, algo que su deber o no hacía caso o ignoraba, o de razas, o de ambas cosas a la vez como bien demuestra su pecadora historia de hogueras y torturas. La idea de su conversión al catolicismo con la que alguna beata receta la ha querido santificar, carece absolutamente de fundamento y no existe ninguna prueba fehaciente de tal disparate. Yo creo que de aquí nacería, después de mucho años,  esa congoja espiritual de Oriana Fallaci al declararse “atea cristiana”, que por ósmosis de amistad con la gran escritora y periodista italana, yo también comparto plenamente.

En 1940, Simone Weil abandona París, a causa de la invasión alemana y se reune con sus padres en Marsella, donde se dedica a trabajos agrícolas. También en compañía de sus padres viaja a Los Estados Unidos y después de una breve estancia viaja a Londres para unirse a la organización de “France Libre” de la resistencia francesa. Dice que “ayunando se siente espiritualmente más cerca de sus compatriotas franceses que sufren en su país la ocupación alaemana”.  Atacada por una fuerte tuberculosis, de la que ya sufría desde hacía tiempo, agravada por los ayunos y privaciones, muere en el Hospital de Ashford , a 80 kilómetros al sur de Londres, el 24 de agosto de 1943, a la edad de treinta y cuatro años.

La idea de una vida truncada por la muerte en plena juventud con el estribillo de “lo que aún podría haber hecho”, a mi me parece totalmente equivocada.  “Esta no debe ser nuestra actitud., sino al contrario, detenernos y recrearnos en la herida abierta a destiempo, en la existencia truncada, para aprender la gran lección de que cada día debemos en realidad dar por terminada nuestra historia, nuestra humilde o nuestra excelsa historia, como si el juicio de la posteridad para los grandes o el Dios para los pequeños hubiera de hacerse desde allí hacia detrás; como si al día siguiente debiéramos recomenzar nuestras oposiciones a la admiración de los demás hombres o al respeto de nuestra propia conciencia”. “Si quieres vivir largo tiempo, no lo pierdas”, leí una vez no sé donde. Además ese metro desconocido de la vida que se llama destino, nos ha enseñado que una vida truncada en plena juventud, pero con una gran obra ya realizada, quiere dar a entender que ha cumplido enteramente con la misión de su existencia.

Aunque no tenga nada que ver con Simone Weil, nuestra historia patria está repleta de vidas truncadas en plena juventud. Y así, andando entre los toros, José Gómez Ortega, “Gallito”, “Joselito”, encontró la muerte, corneado por un toro, en la plaza de Talavera de la Reina, el 16 de mayo de 1920. Joselito tenía sólo venticinco años, paro había ya dado todo para la gloria de la historia del toreo.

Los partidos políticos son la verdera Mafia, son los enemigos de la vida civil, de la democracia y de la pacífica convivencia de la ciudadanía. En fe a Simone Weil ¡suprimámosles! Aún estamos a tiempo.

“Hoy es siempre todavía”, decía Antonio Machado.

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