Soledad. Verdad.

Foto Ximo Amat Gomariz

XIMO AMAT

Camino retraído, desorientado. Ha comenzado a llover y la ciudad se inunda de un olor a humedad rancia, mezcla de polución, mugre, y linfa. Transito sin rumbo alguno. Comienza a anochecer. Multitud de luces desenmascaran un crepúsculo anodino en la urbe. La gente aviva el paso para refugiarse. Parece huir despavorida.  Nadie se quiere mojar. Nadie se moja. Como siempre.

Sentí la necesidad imperiosa de atravesar la celda que constituían las cuatro paredes de mi habitación, y echar a correr. La angustia me sobrevino por una claustrofobia que llegó a asfixiarme. O en la calle encontraba algo de alivio, o debería plantearme si todo este trayecto realmente había merecido la pena. Era algo similar a la pasión de Cristo en el monte de los olivos. Cuando él se preguntaba, agonizando, si había sido oportuno tanto dolor. O por lo menos, así me lo habían explicado con fervor, aquellos sacerdotes de la catequesis dominical.

La radio había sido el hilo conductor de mi crucero personal hacia la nada. Mis recuerdos más nítidos se remontaban al comercio de mis padres. Allí pasaba horas, sentado en una silla de mimbre verdaderamente incómoda, esperando a que cerraran  el negocio, a las ocho de la tarde en concreto, mientras sonaba en aquel aparato de cuernos Radiola, el programa de la tarde. A mi madre le gustaba escuchar la Cope de Luis del Olmo. Recuerdo perfectamente a mis padres comentando que Alfonso Guerra intentaba cercenar aquella emisora. Que había puesto una querella contra el director del programa. Posteriormente me enteré que Del Olmo ganó esa disputa. Aunque La Cope se desharía más tarde. Y ahí tendría que ver mucho otro gobierno.  Me di cuenta muy pronto de que el poder iba cambiando de collar, pero no de amos.

Sin darme apenas cuenta, el crepúsculo se había desfigurado hasta transformarse en una noche cerrada y hostil. Seguía lloviznando y la humedad comenzaba a calarme los huesos. La sensación de un frío profundo trataba de conquistar mi descentrado organismo, mas se desvanecía ante la exigencia de lograr cansarme, no sé porqué, pero necesitaba hacerlo,  y hacerlo hasta la extenuación. Me había encaramado en dirección al mar. Ciertamente me hallaba bastante lejos de él, pero en ese mismo instante me di cuenta de que esa orilla de la playa comenzaba a vislumbrarse como la meta. El fin. Algo ocurriría en ese mar que siempre me había acompañado.

Por mi cabeza seguían sucediéndose flases, como los de mi adolescencia, en la que comencé a escuchar La Ser, quizá influenciado por las amistades de apariencia transgresora que me acompañaron en aquella época. Gente con un patente perfil revolucionario. Parecía que estaba en un grupo de jóvenes que anhelaban la libertad, futuros líderes. Manifestaciones, huelgas en el instituto, protestas callejeras… Nada. Todo era superficial y absurdo. En realidad mis compañeros de tropelías eran en realidad unos intolerantes. De hecho, ahora en la distancia, identifico aquella gente como la más autoritaria con la que he tratado nunca. Además de que la mayoría de ellos eran hijos de papá. Identifiqué de inmediato a La Ser como lo que era, una emisora partidista y radical, de seguidores igual de ciegos y extremistas. Nunca más la he vuelto a sintonizar. Hasta el día de hoy sigo sin hacerlo.

Cuando descubrí a Antonio Herrero, en una España ya en fase de metástasis por la corrupción, y con un PSOE que únicamente generaba noticias en los tribunales, me pareció el brazo ejecutor del  mal. Entonces, mi ingenuidad se debatía, entre mi ascendente desconfianza ante cualquier poder, y ese Partido Popular que aparentaba ser la tumba del fariseísmo, pese a que finalmente fue el más contaminado por los vicios que previamente atacó con ferocidad. Antonio Herrero murió.  Y con él, a mi modo de ver, el Partido Popular había perecido también, ante los ojos de muchos que quedamos compungidos. Inocentada. Eso me pareció todo aquello.

 

Ya atravesando el poblado marítimo me percaté por primera vez del aroma del Mediterráneo. Efluvios que aglutinaban, sal, arena, y un vigoroso olor a pesquería. Ya no había fincas para refugiarme de la lluvia. Habían sido sustituidas por casetas de pescadores, de dos alturas como máximo, en las que ya comenzaba a vislumbrarse la esencia de una aldea que con el tiempo había acabado integrándose en la ciudad, pero con la identidad de una villa de gente trabajadora del mar. Austera. Lúgubre. Sombría. Pobre, pese al lavado de cara que le habían practicado.

 

A la última etapa del gobierno del PP le sobrevinieron años convulsos, tras un atentado que para muchos, fue un antes y un después. Yo era por entonces un verdadero indignado. Antes del 15M. Antes de la indignación. En medio de esa furia, y de entre toda esa escombrera apareció Federico Jiménez Losantos. Primero en una Cope que ejecutaron sin piedad entre el Partido Popular y la Casa Real. Y más tarde en ese reducto, aparentemente liberal, que supuso para mi existencia Libertad Digital.

Losantos atacaba furibundamente a todo Cristo. Además poseía unas facultades periodísticas innatas, un domino impecable del idioma Español, decrépito y prostituido por la progresía, y por encima de todo, la capacidad de coger a un personaje, y destruirlo. Escuchándolo adiviné que al que habían destruido era a él. Al final llegué a la conclusión de que, tras las palizas que le había propinado la vida, primero en forma de atentado, y después siendo perseguido por el poder por ser incómodo, se había convertido en un damnificado eterno, con un síndrome de Estocolmo crónico, que había aceptado el sistema por miedo. Miedo a que le quitaran todo. Y entendí el porqué de ciertos comportamientos que no asimilaba. Como haberlo escuchado defender a Blesa, Aznar, la banca española, Zaplana… Imperdonable.  Aún sintonizo alguna vez en el coche Esradio. Él sigue siendo un monstruo. Triste, pero monstruo.

Miro el reloj. Medianoche. Las piernas comienzan a tener síntomas de cansancio. Era lo que pretendía al salir de casa, no me podía quejar. La sensación de frio había sido reemplazada por una amalgama de corrientes dispares. Una candente, fruto del ejercicio físico que suponía mi caminata a toda velocidad. Otra gélida, a consecuencia de la temperatura, y el agua, que había traspasado sin piedad mi ropa. La desazón continuaba gobernando mi mente. Aceleré el paso prácticamente hasta convertirlo en un trote deslavazado. Allí estaba el mar. Allí encontraría la solución. O eso deseaba yo. Por momentos sentí pánico.

 

Internet cambió mi vida. Cuando abandoné a Losantos, mi enésimo abandono, me refugié en las redes. Di con el amigo Mitoa  Edjang buceando en twitter. Di con radio Vórtice. Y di, como aquel que no quiere, con un programa especial transición española con Diego Camacho, y ¿quién?

Don Antonio García-Trevijano Forte.

El programa en cuestión fue el revolcón más grande que me había llevado en toda mi vida. Lo escuché decenas de veces. De inmediato me dispuse a buscar todo lo que contuviera, sobre este señor, la red. La clave, y 500 claves de la transición me propinaron una estocada mortal de necesidad. ¿Pero cómo no me había dado cuenta de todo esto? ¿Y cómo no había sido capaz de descubrir a este personaje anteriormente? ¿Cómo se oculta a alguien así de esta forma? ¿Por qué había vivido en la inopia durante tanto tiempo?

Devoré con ansia todos los links de youtube. De ahí pasé a descubrir el diario… y la radio en Ivoox. Los podcast iban pasando por mi mente a velocidad de vértigo, de forma enfermiza incluso. También había una cuenta twitter, y un grupo de facebook. Frente a la gran mentira, me duró tres días contados. Fueron dos meses los que me habían bastado para absorber información a raudales, suficiente como para saber que estaba en el buen camino. En esa opción que no encontré nunca, porque todo era falso. Ya sabía el porqué de mi odio ancestral al poder. A todo el poder. De unos y otros. Porque era el mismo.

El mar me recibió con toda su magnitud. Andaba revuelto por la tormenta, que sin embargo parecía ir remitiendo. La arena, dura como una piedra debido a la lluvia, se ofrecía como un tapiz antes mis ojos.  Era extraño estar allí solo. Las casetas de cruz roja, y los puestos de  los vigilantes, totalmente vacíos, dotaban al paisaje de un aspecto tétrico. Me parapeté en una de esas casetas de socorro. Ya sentado, pegado a una de sus paredes, me dispuse a descansar mirando absorto hacia un agua oscura, debido a las condiciones. Sentí la necesidad de llorar, gritar, arrancarme la ropa. Mis pulsaciones fueron disminuyendo. Marcando un ritmo más sosegado.

Allí escondido  continué analizando en mi mente todo lo que me había sucedido tras esos dos meses de encerrona, tratando de canalizar datos, de asimilarlos, de digerirlos. Hasta que sin provocarlo se produjo, LA QUIEBRA.

Salí por la mañana al trabajo, a desayunar a la cafetería de la plaza, como siempre. Allí tenían la costumbre de tener el canal 24 horas puesto a todo volumen, y los periódicos encima de la barra. Ese era mi apacible desayuno… hasta ese día. Cogí El País y únicamente con la portada fue suficiente para entender que lo estaba viendo de otra manera, no era el mismo periódico. Alcé la vista hacia el televisor y las noticias en bucle del canal 24h también habían modificado su aspecto. No se parecía en nada a la cadena que había contemplado durante más de quince años.  Todo lo hubiera podido llevar con más o menos resignación, sin embargo, cuando me dispuse a examinar al camarero, y a los clientes hablando con él de fútbol, de política, y de corrupción, huí despavorido al aseo, me miré al espejo, y me sobrevinieron unas arcadas inmensas. No pude arrojar nada pues mi estómago estaba vacío. Sin embargo fui plenamente consciente de que acaba de entrar en otra realidad.  Y era de por vida. Ya no sería el mismo nunca más. Eso es un revés tan importante, que le hace a uno replantearse todo. Entrar en algo así como un Matrix no es nada cómodo. Contemplar de repente a la gente desconcertada, que intuye que algo no va bien en el ilusorio mundo que viven,  y no poder hacerles despertar de este mal sueño que sufren, no es confortable.

 

El cielo negro com el tizón de aquella playa que me acompañaba comenzaba a abrir.  Bajo  la sonora musicalidad de las olas comenzó a emerger una luna solemne y brillante. De inmediato la identifiqué. Era la verdad.

La verdad que inconscientemente siempre había buscado. La verdad que no es siempre la postura más sencilla en estos mundos que nos toca vivir. La verdad que no está asociada directamente a la felicidad. Dura. Pétrea. Agotadora. Dolorosa. Fatigosa. Despiadada a veces. Inclemente. Sí todo eso y más. Pero era la verdad. Y había merecido la pena.

Me levanté sonriente por fin. Mire al mar. Y pronuncié estás palabras dedicadas a esa verdad, que había atropellado sin remisión mi corazón:

 

BIENVENIDA AMIGA MÍA. AÚN NO SÉ SI TE AMO. PERO TE ESPERABA.

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