Violencia revolucionaria y crisis de las élites

Hay dos figuras del escenario político español que en estos momentos inician su declive, no solo por agotamiento de una trayectoria curricular que no incluye demasiada substancia, sino también por culpa de vicios estructurales y limitaciones de la estrategia con la que hace años comenzaron a abrirse camino hacia el poder. No por casualidad la crisis catalana ha sido el detonante de la implosión: Pablo Iglesias se ve incapaz de superar el desgaste producido por la intervención activa de una rama local de su movimiento antisistema en el proceso independentista catalán. De Ada Colau, cuya implicación en la logística del referéndum ilegal del 1-O es sobradamente conocida, no se podía decir nada al faltar pruebas sólidas. Pero ahora acaba de aparecer en los informes de la Guardia Civil el nombre de algunos de sus colaboradores, y eso reduce enormemente la capacidad de la alcaldesa de Barcelona para practicar el deporte que más le gusta: nadar entre dos aguas. Lo único que faltaba era un muñeco asesino saliendo por la alcantarilla, ávido de sangre, con una barra de hierro en las manos y dispuesto a reventar la cabeza al primero que le salga al paso.

¿Le puede pasar esto a cualquiera? En materia de corrupción, mal que nos pese, sigue habiendo formas y ese toque de corrección facultativa que apunta al discreto encanto de la burguesía franquista. No me imagino a Eduardo Zaplana salpicado por la sangre de un crimen explícito. Como mucho, le afectarían algún chanchullo con efectos retardados de la Gürtel, o la picardía de un primo segundo que abrió un chiringuito en la playa sin tener los permisos en orden. José Blanco, politicastro de taberna que hizo serios esfuerzos por huir de la mediocridad y convertirse en un ministro de Fomento como Dios manda, se vio involucrado contra su voluntad en un caso de gasolineras y puticlubs. Pero lo del caso del okupa chileno Rodrigo Lanza son ya palabras mayores: un crimen de lesa majestad, con cuerpo del delito, materia gris derramada por el suelo, premeditación y alevosía, crueldad innecesaria, antecedentes delictivos, incompetencia judicial y todo el reporterismo sensacionalista patrio a pie de calle para tomar nota. Tales cosas al final se pagan, incluso en un país tan complaciente con la cobardía moral como el nuestro.

Este tipo de incidentes no son de recibo en el entorno burgués típico del Régimen del 78, con sus concejales de urbanismo, sus notarios y sus redes de amiguetes. Por el contrario, son consecuencia de un ambiente y una subcultura urbana en la que la violencia física es moneda de uso común: cuchilladas, quema de contenedores, lanzamiento de piedras y bloques de cementos, batallas campales en los rellanos de las escaleras y agresiones con barra de acero a un jubilado con tirantes rojigualdas recién apeado de una moto. Ada Colau es una activista que se ha abierto camino hasta las altas esferas del poder a base de pegar patadas a las puertas. Pablo Iglesias hizo en su tiempo llamamientos explícitos a la violencia revolucionaria. De aquellos polvos, estos lodos. Demasiadas lecturas mal digeridas sobre las andanzas de Lenin en su camino desde la estación de Finlandia hasta la sala de reuniones del Politburó. Amigos incómodos, sombras del pasado, historias que nos gustaría olvidar, pero que permanecen ahí, empañando nuestra imagen política y que recuerdan constantemente a la ciudadanía quiénes somos, de dónde venimos y con quién nos hemos estado codeando.

Colegueos incómodos que se asumieron en el calor de la lucha, y en circunstancias que hacían imposible prever cuáles serían las implicaciones. Entonces debió parecer como que estábamos dentro de una película de Mad Max: unos se creían Mel Gibson y otras se postureaban siguiendo el modelo de Tina Turner, sin darse cuenta de que a lo más que podían aspirar era a parecerse a alguno de esos mediocres faranduleros españoles que ni siquiera saben hablar, viven de subvenciones públicas y jamás han disparado un arma de fuego, mucho menos en cacerías con el ministro. Años más tarde, cuando se vislumbra la posibilidad de integrarse en el cómodo y bien retribuido entorno laboral del Establecimiento, salen los zombies del sótano y te chafan el plan. Qué injusta es la vida, ¿verdad? Al final, resulta imposible luchar contra fenómenos que se derivan fatalmente de unas condiciones materiales de base. Lo dijo Marx hace siglo y medio. Es la lógica del sistema.

Pese a todo lo que se arguye desde la corrección política, es algo evidente que quien tomó parte en una siembra tan poco ejemplar tiene su parte de responsabilidad en los sucesos que durante la última semana han acongojado a la nación española. La opinión pública, en especial la que va a votar en las elecciones catalanas del próximo día 21, debería dedicar algún tiempo a reflexionar sobre estos temas: ¿para qué estamos aquí? ¿para recuperar la Cataluña próspera y mercantil de tiempos mejores, o para hacer caso a los sueños de unos cuantos demagogos que viven de ideales extinguidos y no tienen nada que perder? Y también convendría que pensásemos un poco en el estado en que se encuentra España en general: si toda esta demencia de masas, este obsesivo intento de reconstruir los platós de Eisenstein, en un período en que ya no hace falta, con recuperación económica y crecimiento del empleo, no tendrán que ver con algún grave fallo estructural del constitucionalismo y del régimen levantado por la Transición.

No es normal que personajes tan arrastrados y ayunos de preparación como los Iglesias, los Rufianes, los Errejones, las Gabriel y las Colau estén en primer plano en un país que en su tiempo, por razones de Realpolitik, dejó caer por el acantilado a figuras como Antonio García-Trevijano y Enrique Tierno Galván, y que ni siquiera toleraba que se dieran papeles de secundario cómico a friquis como Jorge Verstrynge o idealistas irredentos como Gerardo Iglesias. El día menos pensado nos podemos encontrar con la noticia de que conceden a Alonso Fernández de Avellaneda el Premio Nacional de Literatura a título póstumo por haber escrito el Quijote Apócrifo. En realidad, lo que estamos presenciando es la típica crisis de las élites. Eso es lo que produce el resquebrajamiento del sistema. Cuando hay grietas en el edificio, las ratas penetran por ellas y la arman gorda. Ya pasó una vez. Eran los años 30.

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